sábado, 13 de noviembre de 2010


Contradictorio es el amor desbordante que se escapa del corazón cada mañana al ver un mundo hermoso y puro que envuelve con el punzante dolor de odio que se clava en el pecho al rato de despertar y ver un mundo horrible y destruido que envuelve. Es la contradicción de vivir con una vasta sonrisa estampada en la cara sin saber porque está allí, la misma contradicción que significa sostener esa sonrisa frente a la gente desagradable simplemente porque años de prejuicios y errados valores hicieron que dedicara muecas de asquerosidad a gente que –tal vez- no lo merecía. No menos contradictorio que los mismas contradicciones que todo el mundo comparte, como querer salir a pasear cuando se está enfermo y no querer salir de su casa cuando se tiene la noche libre, o como enamorarse de la persona que nos evita y evitar a la persona que se nos enamora. Tan contradictorio como llevar esas contradicciones encima y aborrecer la idea de compartir contradicciones con la mediocre común. Contradictorio como llorar, largo tiempo después, por los amores perdidos adrede, pensando en las infinitas posibilidades de ser amado que se disolvieron en las intenciones, cuando en aquel presente pasado solo podía pensar en la libertad quitada y la incomodidad de la compañía no querida. Tan contradictorio como sostener ideologías impuras, basadas en preferencias efímeras del momento casual, sin jamás haber sentido un sincero acercamiento a ninguna creencia popular o colectiva. Eso es lo contradictorio de vivir en un mundo sin querer pertenecer a él, de ser parte de un conjunto y buscar la manera de escapar, la contradicción que se vuelve necedad al creer que existirá una respuesta en otro lado. Es otra contradicción compartida con el resto de la humanidad, siempre buscando la aceptación de un nicho para encerrarse allí y odiar al que se encuentra en frente. Contradictorio como los creyentes en dios que se odian entre sí porque creen que el dios del otro no es el mismo en el que creen ellos, contradictorio como quien pelea por derechos de igualdad pero no quiere dejar de ser parte de un grupo menor y aislado porque le quitarían lo único sobresaliente de su persona, contradictorio como quien defiende la vida y los valores éticos pero mataría a todo aquel que no sigue sus reglas . Tan contradictorio como una catarsis sobre contradicciones.  Como vivir en un desinterés absoluto hacia la existencia y al mismo tiempo vivir enojado por la gente que baja el cordón de la vereda esperando que corte el semáforo o por las viejas que se forman delante de una fila de colectivo sin mirar la gente que espera detrás.
Es un mundo contradictorio, que crea y luego tiene que sobrevivir a la evolución de su creación. Somos animales contradictorios, que vivimos mirando a un futuro incierto y desconocido y al momento de finalizar sólo podemos mirar al pasado. Es una vida contradictoria, que solo necesita lo que existe para continuar, pero no puede evitar buscar más donde no lo hay. Es un autor contradictorio, que un día escribió lo que sentía y otro día escribió aquello que dejó de sentir.

miércoles, 22 de septiembre de 2010


Naftita tenía el apodo más gracioso, original y literal de todos los extraños personajes que me crucé en Parque Chacabuco. Era un buen tipo del cual se conocían cientos de mitos pero pocos conocían alguna verdad sobre su persona, el principal obviamente se debía a su poco convencional alias. Supuestamente, Naftita era llamado así a causa de su adicción a la nafta, normalmente sacada de su propio coche. Nunca pude comprobar la realidad de aquella leyenda, sólo tener algunas pistas que lo reafirmaban, como que cada vez que aparecía estaba más drogado que cualquier persona que haya conocido y nunca tenía nafta en el auto, siempre pedía monedas para poder cargar el tanque. Cuando le preguntaban si de verdad era por eso que así lo llamaban, él sólo reía mostrando los dientes verdes. El mito contaba que Naftita sacaba con una manguera la cantidad suficiente de nafta como para llenar un frasco no más grande que uno de mermelada, lo tapaba sin que nada de aire pudiese entrar y al momento de aspirarla le ponía una especie de embudo de plástico hecho de fabricación casera, en la parte grande metía la cara completa y jalaba hasta quedar lejos de la tierra. La única vez que vi un indicio de realidad con respecto a aquella leyenda fue una noche en el parque en la que él vomitó de improvisto. Nunca en mi vida había visto un vómito marrón caca salir de la boca de alguien hasta ese momento, y el olor no era común, no se parecía a ningún olor conocido, tal vez producto de la sugestión, pero sí se podía apreciar cierto aroma a estación de servicio en aquel desecho corporal. Irónicamente, o no tanto, Naftita murió en un accidente dentro de su coche una noche de verano. Iba con un acompañante, creo que uno de los pocos amigos reales que tenía, pero él no se lastimó. Ese pibe también cargó con una leyenda que nunca se pudo comprobar. Solía vender ácidos en el parque, al menos siempre llevaba encima. Una noche en que la policía entró al parque de noche, éste muchacho creyó que venían específicamente por él, en un impulso de gran estupidez se metió siete pepas completas en la boca para no ser descubierto con eso encima. En unas horas había desaparecido y sólo volvió a aparecer dos semanas después con la vista perdida y varios tics nerviosos que antes no tenía. Juraba que un comando de helados de palito lo persiguió durante semanas, por eso él sólo atinó a correr y correr sin destino fijo. No recordaba donde había estado todo ese tiempo. Ese pibe era uno de los enemigos declarados de Muralito, el delincuente más conocido del barrio y al que todos manejaban con cierto respeto porque simplemente era un bardo. Muralito llevaba la fama de estar siempre con un arma, se decía que robaba en los barrios aledaños como boedo o bajo flores, jamás en Chacabuco. De todos modos, cualquier pendejo del barrio -como yo- le temía. Muralito tenía una esquina propia, era la suya y todos lo sabíamos y si por ahí se pasaba, se tenía que saludar por más que Muralito no supiese de quien se trataba. Un año nuevo hubo una balacera en el parque, todos comentaban que Muralito había sido el que comenzó, se rumoreaba que su novia de ese momento se había acostado con uno de los “duros” y que en venganza, Muralito fue y empezó a disparar a todo el grupo. Los “duros” eran un grupo de diez o quince alrededor de los treinta años a los que sólo se los veía tomar cocaína durante todo el día y no jodían a nadie, pero esa mala casualidad los hizo ser protagonistas de aquella noche. El recuerdo cuenta que Muralito entró al parque y sin decir nada sacó el arma y disparó hasta quedarse sin balas, uno de los “duros” recibió un disparo en el estómago, no murió pero por pura casualidad desgraciada se llevó uno de las más grandes historias del barrio. Ese “duro” tenía una hermana que era bastante famosa en el parque porque nunca se la había visto sin los rollers, a toda hora y en toda estación del año ella patinaba por las calles del barrio. Ese primero de enero se calzó los patines para ir a visitar a su hermano al hospital , pero un colectivo de la línea 15 la atropelló a la altura del parque centenario y la mató antes de llegar a destino. Al poco tiempo, el pibe que había ingerido las siete pepas, el cual ya era más planta que humano, hizo saber que estaba harto de Muralito, así que lo iba a matar en justicia de la chica de los rollers, que por lo visto había tenido una historia amorosa con él. Al muy poco tiempo después, Muralito no apareció más en el barrio. Algunos dicen que cayó preso por los disparos de año nuevo, otros aseguran que el loco de los ácidos cumplió su palabra. Los “duros” nunca dijeron saber que había pasado, se hacían los desentendidos, pero algo que nadie supo con exactitud sí pasó, porque una noche, sin que hubiesen pasado varias noches entre cada situación, alguien volvió a meterse con ellos, pero esta vez los viejos consumidores de cocaína supieron defenderse y el vengador anónimo no tuvo una leyenda que trascienda, salvo un detalle. Al perecer los quiso atacar con un arma blanca, e intentó apuñalar a uno, pero justo al más gordo de todos, entonces su puñalada no le hizo nada porque la grasa corporal detuvo el cuchillo antes que pudiese lastimar algún órgano. Es el mismo gordo que dice ser hijo del cura de la medalla milagrosa (la iglesia del barrio). Varias veces estuve presente en el momento de escuchar la historia, y siempre escuchaba el mismo comentario por parte de otro: Si lo sabés, ¿por qué no vas a encararlo? El gordo dice que el cura tiene amenazada a la madre, y de hablar los mandaría a matar. Nunca le creí, pero debo admitir que pasan los años y sigue siendo la misma historia en cada detalle, sin errores ni equivocaciones. Hoy en día, el gordo vive con su novia, que no es más que la misma pibe que desató el conflicto entre Muralito y los “duros” ese año nuevo. Se dice que el hijo que tiene ella, antes de ser la novia del gordo, es de Muralito, pero nadie puede comprobarlo

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Porque aquello que una vez existió ya no es y lo que no era, ha llegado a ser
                                         Ovidio – Metamorfosis

Hubo un tiempo donde el personaje comenzó a crecer con absoluta independencia de la persona, madurando a una velocidad mayor que su creador, dándole la fuerza y decisión que jamás hubiese conseguido por cuenta propia. Frente a la avasallante avanzada de su alter ego, el sujeto real fue relegándose a un costado, permitiendo no sólo que su invención tuviese pensamiento autónomo, sino que tomase las riendas de su completa existencia. Lentamente, la persona fue abandonando la obligada realidad donde tenía que vivir y el personaje se encargó de armar la irrealidad para satisfacer un ego demasiado presente y necesitado de aventuras. Al momento de la división entre real e irreal, entre persona y personaje, entre vida y sueño, el humano de carne y hueso que cargaba con tales ambigüedades, era sólo un niño. Un pequeño capaz de desmembrar la vida en fragmentos y utilizarlos según la conveniencia, pero un pequeño al fin. Aún no conocía al mundo que lo rodeaba, sólo llevaba una vaga idea de él armada en base a más odios que amores y más frustraciones que alegrías.
El personaje ficcionado creía ser capaz de cualquier tarea, creía con fervor en una superioridad sobre todos sin parámetro ni coherencia, creía en sus palabras como las verdades más absolutas y certeras, todo lo contrario a la persona que era incapaz de levantar la vista en público por miedo a la humillación o el completo desinterés ajeno.
El niño, de manera inconsciente, ganaba valor para afrontar el complejo mundo que lo absorbía gracias a la capacidad de hacer hablar a su ego antes que a su personalidad, parecía que en poco tiempo estaría listo para abandonar completamente todos los frenos que se auto imponía y podría lograr vivir en su idílico mundo de ensueño, rodeado de las mentiras que él creía verdades.
Pero sin aviso previo, el niño creció.  Y junto a las confusiones hormonales clásicas de todo preadolescente, llegaron confusiones más complejas, propias de un sujeto que no quería entender donde estaba la separación entre real e irreal. Antes era relativamente fácil vivir en un mundo creado por completo en la imaginación -donde él era dios, rey y mejor habitante al mismo tiempo- si las tareas más difíciles de llevar en la realidad eran soportar a una madre promiscua y odiar a otros jóvenes sin razones en particular. Pero en el momento de salir al mundo, de vivir las reales experiencias que marcarían y determinarían su ser, la persona se encontró con la mayor contradicción de su vida. Resultaba que esa vapuleada realidad no era tan terrible como él quería creer que lo era. De ser un niño solitario y amargado, pasó a ser un joven con amigos, amargado aún, pero capaz de reír por cada situación. Porque su realidad estaba llena de absurdos momentos y bizarras compañías que superaban a su mentira creada.
La aparente fácil solución que se le presentó no lo dejó conforme al instante. Descubrir que todas las posibilidades inventadas por su florida imaginación eran sólo una herramienta para escapar de la cotidiana realidad de su hogar lo hicieron sentirse hipócrita. Todos aquellos sueños no eran más que una inconsciente manera de destruir la enseñanzas y marcas que su familia le dejaban, nada más necesitaba salir afuera, necesitaba compartir sus penas con otros iguales a él para sentirse pleno con la realidad que le tocaba por azar. No es que de un día para el otro empezó a amar a sus prójimos -no está en él ese sentimiento- tanto como a sus vivencias, seguía considerando pura mierda a cualquier individuo que se le cruzase, pero no podía encontrar una excusa para abandonarlos y volcarse nuevamente a una fábula porque sin saberlo, todos aquellos que lo acompañaban, le daban más satisfacción que la soledad auto impuesta.
El joven, sin embargo, no perdió su coherencia. No pasó que de un día para el otro dejó de usar su cerebro para volcarse plenamente en las reales vivencias diarias, no pasó tampoco que abandonó el deseo incontrolable de destrucción y lo cambió por un insensato estado de paz y amor, de haber sido así significaría que el sujeto que alguna vez fue ya no existiría. Y puedo asegurar que aún está presente. Pero a partir de esos años la apuesta se transformó, si la realidad podía volverse amena, o al menos divertida, debía tener la característica de estar siempre mutando, porque ante el primer indicio de rutina, se aburriría y entonces volvería a su estado de introspección y ensueño. Así se propuso vivir de la manera menos previsible, jugándose a cometer todos los errores posibles, haciendo todo mal y cagándose en absolutamente en todo lo que pudiera repercutir. El futuro estaba lejos, por el momento sólo debía preocuparse por hacer del presente una realidad tan insensata como la mentira que siempre soñó.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Vivir solo cuesta vida

Cada persona carga con sus vacios difíciles de llenar; existenciales, sentimentales, físicos o de cualquier otra índole, y todos están y hacen ruido dentro de uno. A raíz de ello se busca la manera de ocupar ese agujero negro de diferentes maneras, como los hombres de pito chico que compran autos grandes, o las señoras cornudas conscientes que sacrifican su orgullo por unas vacaciones en algún hotel de varias estrellas. En ambos casos, bienes materiales para justificar falencias. Pero también existen huecos que no se llenan con objetos, porque nacen de la duda misma de la persona -tal vez el vacio más común entre los seres humanos- por eso la religión existe y es parte de la vida cotidiana, para justificar lo injustificable, para regalar una solución barata y simple al mismo sentido de la vida.
Decidido a no creer en un dios de caricatura ni en fáciles respuestas para entender mi persona, comencé una búsqueda interior sin rumbo fijo. A causa de una imagen religiosa demasiado profunda en mis vivencias diarias, sentía que el oscuro pozo que me abarcaba se debía a la falta de una imagen santificada, a una persona a la que le debía mi lealtad y gratitud, tal como veía que los devotos lo hacían, volcando toda frustración así como agradecimiento a una figura invisible que nunca respondía, salvo que uno se convenza de lo contrario. Pero siendo yo el sujeto que buscaba, esa tarea no fue fácil. El concepto en si era totalmente contradictorio a mi deseo de destrucción e indiferencia al mundo real que nos rodeaba, encontrar una figura lo suficientemente grande y abstracta donde enfocar mi fe requería prestar atención a lo que sucedía, a escuchar y entender los mensajes que flotaban en el aire. Demasiado complejo me pareció en el momento -o sólo desgastante- razón por la cual al poco tiempo de búsqueda espiritual, me frustré como tantas otras veces había hecho con otras metas. Volvía a sentirme solo como siempre me había sentido, desesperanzado, y obviamente, vacio. Al igual que todas las veces anteriores donde abandonaba la tarea antes de empezar, me volqué en el cine para olvidar los dilemas existenciales, tal vez con una leve esperanza de encontrar allí la respuesta a la pregunta que nunca hice, como otras veces sucedió. Pero esa vez no pasó, no sentí que hubiese la suficiente cantidad (¿de qué?) para hacerme sentir en paz.
El error que en ese entonces no visualizaba estaba en que continuaba buscando una respuesta para mí solo, un dios personal que me hablara personalmente y viviera exclusivamente para satisfacerme, cuando en realidad necesitaba pertenecer, esa era la respuesta a la duda existencial. Todos quieren pertenecer, ser parte de algo más grande que ellos mismos, pero yo no podía darme cuenta de esa solución porque era directamente inversa a lo que creía correcto, la soledad y el aislamiento. Tuvo que pasar sin notarlo para llevarlo a cabo.
En las tardes perdidas de Parque Chacabuco fui gestando un amor idílico hacía la música, la imagen y el mito de Patricio rey y sus redonditos de ricota, sin caer en cuenta al principio que todos mis amigos y conocidos a mi alrededor también lo hacían. No se trataba simplemente de la constante banda sonora que nos acompañaba a cada hora, poco a poco se fue metiendo en nuestras vidas como… el dios que nos hacía falta. Empezó con la compra de los viejos discos, después fueron algunas remeras hasta el punto de no tener ninguna que no tuviese la cara del Indio Solari estampada, aparecieron las toppers, los morrales y los pañuelos sucios. La suma de horas escuchando los temas y tratando de entender las metáforas ricoteras, deshaciendo estrofas y encontrando pistas para acrecentar la leyenda que adoptábamos se habían vuelto normales, era la manera en que nosotros perdíamos el rato. En el medio, los redondos sacan su anteúltimo disco, último bondi a Finisterre; por mi edad fue el primero que compré el día que salía a la venta, y a pesar de no ser el disco más querido para el exigente público redondo, viví la emoción de reservar un ejemplar una semana antes para en el día de lanzamiento esperar ansioso a que la disquería del barrio abriera sus puertas. Luego llegaría la confirmación del fanatismo con el primer recital al que puedo asistir, Racing en el año 1998, y aunque aún no me daba cuenta, ya pertenecía completamente a una tribu, era parte de una fauna tan reconocible como lo es la ricotera, y Carlos Alberto Solari se posó en mi altar falto de santos para convertirse en el relleno de mi vacio. Y así le prometí fidelidad a mi nueva religión, fui sumándole todos los aspectos que se requerían para pertenecer de la manera debida, desde la ropa ya mencionada, pasando por la actitud de vagancia, el cartón de vino de un peso con jugo en polvo, los porros a la noche en el parque, la mugre corporal, el flequillo recto, las ganas de un tatuaje explícitamente ricotero (suerte que era tan pobre), el odio a los Ratones Paranoicos, el fundamentalismo anti chetos y todos los viernes y sábados a la Reina de sarmiento. En realidad, primero caímos en la última etapa de La Negra en Flores, un antro como pocos, donde un grupo de mocosos como nosotros veíamos a viejos trasheados reventarse hasta el desmayo, bailando rocanroles desaforados junto a sus minitas culonas con calzas coladas hasta el intestino, y alcohol, mucho alcohol y actitud de desinterés. Al poco tiempo que empezamos a ir a la Negra, cerró sus puertas para siempre, de ahí toda la fauna se mudaría a Sarmiento 777, el sótano clandestino donde funcionaba La Reina. Y ahí hicimos hogar yendo cada fin de semana, viendo las mismas caras y escuchando los mismos temas en el mismo orden cada noche. Los personajes clásicos, como el enano que siempre se embriagaba y bailaba hasta que las luces se prendían, que varias veces cayó de bruces al suelo por la borrachera, regalándonos a los presentes una carcajada valida. O los integrantes de Villanos que siempre pululaban por ahí con cara de pelotudos, o la stona ruda y grandota que todos creíamos tortillera.
En el momento no me daba cuenta que pertenecía, no creía ser parte de un montón igual. Creía que seguía siendo único. Tal vez, de haberlo descubierto en el instante hubiese renegado al respecto, pero al ser inconsciente cada día me potenciaba más. Así trabaja la fe, calando en silencio y sin aviso, porque en el momento menos pensado se hace la hora de la misa y uno no puede faltar, sino el dios se enojará. Para algunos será el domingo a las ocho de la mañana, para otros en el fin de semana a la medianoche. De todos modos, dios estaba presente y yo lo escuchaba. 





martes, 31 de agosto de 2010


Una noche como cualquier otra, a los catorce años, fume mí primer porro. Conmigo estaban dos amigos más del barrio. Uno ya era un fumón con prontuario, el otro era más dormido que yo. Estábamos en mi casa, los tres en mi pequeña habitación verde de dos por dos, en el fondo de la casa. El sucucho que mi madre me regaló para hacerme sentir independiente, no quiero decir que realmente hizo de ese deposito un cuarto sólo para mantenerme alejado de su habitación y los sugerentes ruidos que cada noche se escuchaban ¿Lo dije? Bue…
El fumador experto trajo marihuana de Parque Patricios, donde él vivía y conseguía. Pero más allá de tener a un culturizado drogón en nuestras filas, por la inexperiencia y la poca preparación, nos habíamos olvidado de comprar papel lillo; lo terminamos armando en un cigarrillo desarmado, poniendo un lápiz en el fondo para que mantuviera la forma redonda y larga. Tirados en el piso, en el medio de una charla intrascendente de adolescentes con tiempo libre de sobra y con Sumo sonando de fondo (no puedo recordar que disco en particular) veía al “experto” amasar porro con las yemas, preocupado en su tarea como si su vida dependiese del optimo resultado final. Todo parecía pertenecer a un rito mágico; no se mi otro amigo, pero yo llevaba la ansiedad de una colegiala a punto de perder su virginidad celestial en manos del chico popular, tal vez porque veía en ese montón de hojas verdes picadas el símbolo de mi rebeldía idiota. Antes de fumar ya había tenido sinceras ganas de hacerlo, veía a los reventados de la puerta del colegio tarde tras tarde prender porro tras porro, y yo quería también. Pero, vaya a saber porque, supe esperar. En ese sentido, fue una de las pocas veces en que no me dejé llevar por el primer impulso de necesidad al no fumar con ellos, tendría ganas pero la imagen de quedar drogado junto al conjunto de marginados en las escaleras de la iglesia me daba cierto miedo, suficiente como para no hacerlo y dejar que el momento fuese propicio. Como verán, estaba poniendo expectativas fuera de lugar en un acto tan ignoto como fumar marihuana, creyendo que la droga sería el primer gran paso hacía la destrucción total de la realidad. Convengamos que la idea que yo tenía de las drogas, así fuese un mísero porro mal armado, se basaba en las palabras de adultos preocupados a quienes les gustaba achacar todos los males del mundo a un conjunto de drogadictos despreocupados. Pobre nene tonto, pensaba que un bollito de hojas verdes lo haría ver el mundo que no era capaz de ver por si solo. Era inocente, por supuesto, pero la ingenuidad me superaba. Creía verdades muy lejanas a la verdad, creía que un poco de droga inofensiva me abriría las puertas de la percepción, me haría conocer realidades paralelas y mundos imposibles de alcanzar con la mediocre e impoluta mente sana del humano común. En este espacio tendría que ir una risa desbordante de sarcasmo, algo así como un ¡JA!
Después del trabajo de armado; largo, difícil y complicado por la falta de papel para rolar, estuvo listo el porro y llegaba la hora de fumar. Y así  tuve la primera decepción, no haber tosido. Estaba convencido que al probar la primer pitada mis pulmones saldrían disparados al exterior, pero no sucedió. Sólo sentí un leve cosquilleo en la garganta, un poco más fuerte de la que los cigarrillos que ya estaba acostumbrado a fumar me provocaban. Todos los recuerdos de tosedores crónicos que aguantaban el humo hasta ponerse morados se me cruzaron en la cabeza, y todos ellos, en una fracción de segundo, me parecieron imbéciles. Bueno, no te impacientes, pensé, es muy probable que por ser la primera vez mi cuerpo no se haya dado cuenta, seguro que cuando quiera levantarme las piernas me van a fallar… Me puse de pie y no sentí nada. Me habían dicho que la primera vez no hacía efecto pero no creía que iba a quedar igual que tomando el te con la tía. Poco a poco el porro fue consumiéndose, el disco de Sumo fue acabándose y mi alegría fue desvaneciéndose. El drogón no paraba de reírse y yo pensaba que era el más pelotudo de la tierra. El otro amigo que también fumaba por primera vez se sacaba los mocos y los miraba absorto en su tarea (aún hoy dudo si era a raíz de la droga o de su estupidez innata), y yo veía como todo un abanico de infinitas posibilidades creadas por mi imaginación se destruían. Nada cambiaba, cada cosa era exactamente igual que antes. Resultaba que el porro era más de lo mismo. Esa noche me dormí temprano con un sentimiento de decepción gigantesco. Pero no por ello tomé posición anti drogas, tampoco el extremo idiota.
Después de aquella abúlica noche sin efecto, creí por un tiempo que la droga podría no ser propicia para mí. Por suerte, tenía un primo mayor que yo, y bastante más curtido que yo, parando en las cuadras de Parque Chacabuco. Sólo tuve que contarle que había probado la marihuana para que a partir de ese día no me faltara un simpático bagullo en mis bolsillos. Y a partir de esos días, la noche en que el porro no me pegó, quedó como un recuerdo lejano y gracioso. Con los años aparecerían las pepas, la cocaína, los ácidos alucinógenos, el éxtasis, otras drogas sensitivas, la ketamina, los hongos, las anfetaminas y tantas otras con nombres y efectos imposibles de recordar. Mis aventuras, de un día al otro, se volvieron realmente interesantes e incoherentes.

lunes, 23 de agosto de 2010


Hubo una extraña moda nacida de la mano del gran maestro del marketing, George Lucas. A finales de los noventa se reestrena en cines -con dos semanas de diferencia entre una y otra- la trilogía completa de Star Wars con todos los chiches nuevos a los que podían acceder en ese momento. Escenas eliminadas, retoques digitales, hasta personajes nuevos metidos en viejas situaciones ya conocidas. Resumido a dos palabras, un robo. Los fanáticos fundamentalistas de la saga habrán tenido el justo derecho de quejarse, ofenderse y hasta llorar desconsoladamente, yo nunca fui uno, simplemente me encantaban esas películas, las conocía de memoria y disfrutaba sin freno. Por tal razón, su reestreno en pantalla grande fue festejado y agradecido por mí. Recuerdo en especial la última parte, El Regreso del Jedi (Return of the Jedi), mucho antes de ser episodio VI, el recuerdo de la sala más que del film en sí; al fin y al cabo estaba viendo una película en cine que ya había visto más de diez veces en mi casa, no hubo demasiada sorpresa, pero en la sala vi a los padres, a los señores de cuarenta tan (o más) emocionados de lo que yo podía estar, el rejunte de calvas y panzas prominentes con el acné juvenil, todos compartiendo la excitación de volver a ver a Darth Vader sacarse el casco. Y tuve un corto instante donde vi mi persona veinticinco años más adelante, haciendo lo mismo que en ese momento, como esos maduros que soltaban al niño interno al menos por dos horas y media en la oscuridad de una sala. Y por primera vez en mi vida, sufrí nostalgia. Hacía un tiempo que no estaba perdido, porque lo estaba viviendo en ese momento, pero que de pronto parecía ajeno ¿cómo sería yo a los cuarenta? No podía imaginarme realmente, sólo me comparaba con el adulto que tenía delante en el cine, pero ese adulto era un extraño, su vida era otra. Yo no era él, pero yo tampoco era yo sin embargo ¿Como llegar cuando no se ve el camino? Entonces, una corta y efímera epifanía cayó delante de mi cara, soy pesimista y a los cuarenta voy a estar realmente amargado. La única esperanza que guardé fue que a pesar de la amargura pudiese a los cuarenta sentarme en una butaca en el cine y sonreír, tal como lo estaba haciendo en ese momento. Cada día me aseguraba más que dentro del cine, todo estaba bien. Era feliz, sin pensamientos nefastos o temores hacía el futuro posible, pero así como el cine regala, también quita. Sin que haya pasado mucho tiempo de Star Wars, se reestrena El Exorcista (The Exorcist) utilizando la misma premisa de estafa sin pudor. También había visto ese film repetidas veces, pero cuando la volví a ver en la pantalla grande el culo se me frunció como si cada imagen hubiese sido nueva. Me asusté de verdad. Fue la primera vez que llegué a casa y al apagar la luz de la habitación estuve incómodo, con una presión injustificada en el estómago. No por el diablo, sigo repitiendo que un cura me da más miedo que el demonio en sí (mucho más si tiene la cara de Max Von Sydow), sino por el conocimiento del mal abstracto y la posibilidad de tener alguien mirándote desde la oscuridad más cercana. Entonces llegan dos películas más, que -como dije la vez anterior- fueron todo para mí, pero consiguieron que ese temor que El Exorcista me hizo conocer, calara profundo. De pronto, descubría que era un cagón tanto en la verdad como en la mentira, la fantasía se hacía perjudicial para la realidad al no discernir cuando se acababa una y empezaba la otra.
Cuando vi El Proyecto Blair Witch (The Blair Witch Project, 1999) ya conocía de antemano el juego, sabía que era un falso documental y que jamás la bruja había hecho cagar fuego a los tres nabos, de todos modos tuve miedo, ni siquiera me asusté, fue un real y tangible miedo a lo que no veía, a lo imposible, a más oscuridad, a perderme y no encontrar la salida, a no poder decidir sobre mi destino si la puta casualidad me llevaba al lugar equivocado en el momento equivocado, a los extraños, a no recibir ayuda cuando se la necesite, a los bosques, a las casas abandonadas, a las gordas histéricas, a la falta de privacidad, a los pueblerinos, a la compañía no querida, a los ruidos. Miedo a sufrir miedo de verdad. Más allá del film como tal, más allá de sus limitaciones técnicas y sus lugares comunes, es una maravilla de originalidad que me dejaría marca de allí en adelante, y la horrible sensación de no saber cuando se termina lo imposible y comienza lo posible. Antes agradecía ese mismo hecho, a partir de la bruja de Blair empecé a padecer ciertos factores de ese hecho, casi todos representados por el miedo. Así llego a esa última película de las cuatro nombradas, otra que me hizo asustar demasiado, pero esa vez sin sobresaltos ni el mal con nombre y apellido, una película que  hizo evolucionar mi miedo, ubicándolo en la inminente realidad que estaba a punto de vivir.  En la calle Lavalle le pedí a una señora que me sacara la entrada para ver la película, obviamente no me iban a dejar entrar por mi edad.  Casi a escondidas entré a ver Ojos Bien Cerrados (Eyes Wide Shut, 1999), la obra póstuma del Maestro Stanley Kubrick y canalicé mis mayores miedos a través de las desventuras de Tom Cruise, porque a diferencia de la bruja o el diablo en el cuerpo de Linda Blair, la amenaza venía en otro envase, intimidante, silenciosa y resentida. El sexo estaba muy presente en mi cabeza en ese momento, aún era virgen y llevaba la conciencia que en cualquier momento eso se acabaría, el problema era como. Y de pronto veo plasmado en la pantalla como el sexo, el amor y los banales conceptos de familia son viles mentiras, porque el ser humano es frágil e inseguro. A través de una historia excesivamente simple, la película lograba escarbar en estados tan profundos y reales del hombre que yo no podía hacer otra cosa que temblar del terror. Como me pasó con Star Wars, volví a sufrir nostalgia por mi presente, imaginando un futuro donde las negaciones y los absurdos estándares de una vida normal y sana me llevarían a la inevitable insatisfacción, destruyendo la verdadera felicidad que todo joven sueña. No quería verme escapar a los cuarenta, quería hacerlo en ese momento, quería gritar de pánico y descubrir lo que deseaba sin que nada, pero nada, me determinase si estaba en lo correcto o no.
No quería llorar de viejo pensando en lo que pude ser y nunca me animé.

Con todos esos temores flotando en mi cerebro, llegó el inevitable día en que se hicieron carne. Éramos cuatro, nos subimos al coche del padre de uno de la manera más ilegal posible, sin permiso, sin edad para manejar por la calle y con marihuana y alcohol en la sangre. Vamos de putas, dijo uno, los otros dos festejaron la idea y yo tragué saliva. En la boca del estómago ya empezaba a sentir una acidez producto del terror, pero asentí en silencio, sin pensar. Desde la casa de mi amigo hasta el puterio nos separaban veinte cuadras nada más, siempre esperé que la policía nos detuviera en ese lapso, la imagen de dormir en un calabozo resultaba mucho menos intimidante que meter el pito en la concha de una desconocida. Destino evidente, Bajo Flores. La calle Varela a media cuadra de Rivadavia, pegado a un boliche de música brasilera del cual salía y entraba gente todo el tiempo sin dejar de mirar asombrados a cada pendejo que llegaba al burdel, como si nunca hubiesen visto a un mocoso caliente a punto de ponerla.
Lugar (antro) oscuro, letras de neón rojo en la puerta con el sutil nombre: Woman’s. Dentro, un bar común y corriente, sólo diferente por un escenario de madera pintada en el medio donde una “chica” bailaba (sin ganas) en un caño, y muchas más “chicas” pululaban por ahí en portaligas, bombachas y nalgas flácidas meciéndose impunemente. Nos sentamos, nos trajeron la obligada cerveza que hay que consumir mientras las muchachas se van acercando y acariciándote la nuca sin que se lo hayas pedido. Luego, si gustas de ella, le decis que se quede con vos, se sienta en tu pierna, averigua que tengas plata, se toma tu cerveza y  te lleva de la mano a los cuartos. Pero antes que la desafortunada chica que me tocó se me acercara, tuve el tiempo suficiente de visualizar todo mi alrededor y sentir como las piernas me empezaban a temblar. Porque rodeándome (no solo a mí, claro) estaban esas señoras de culos inmensos y pose de arrabaleras, hablando a los gritos y riendo cada vez que te miran, la mayoría centroamericanas, morochas morrudas que no quieren perder el tiempo, con  media teta afuera a sabiendas, la dejan ahí para calentar a quien quiera calentarse de eso.
¿Qué pasa muchachito? ¿No te calienta esto? ¿Te pongo nervioso?  Decían al pasar y se agarraban fuerte las gigantescas tetas caídas, obviamente riéndose de lo que sería mi cara en ese momento, un rostro delator del miedo que cargaba, todo blancucho y sin un solo pelo en los bigotes. Pero hubo una que tal vez me vio y se apiadó (quiero creer que fue por eso), era flaquita y menuda, al menos a su lado no sentía que un culo gordo y carnoso podía comerme por completo. Estuvo unos diez minutos conmigo, casi sin hablar, yo intentaba preguntar cosas, idioteces claramente, y ella respondía con un gesto de cabeza mirando para atrás, esperando terminar el mísero vaso de cerveza, ir a coger y continuar con la noche. Todo lo que yo podía sentir en ese momento, a ella le resbalaba sin cuidado. Entonces se levantó el primero de mis amigos, con una sonrisa de oreja a oreja, y empezó a caminar. Pero me extrañó que caminara hacía la puerta de salida y no al fondo ¿Qué pasó? Pregunté yo, cada vez mas atemorizado. Atrás es la cocina, las habitaciones están al lado, me dijo ella en el medio de un bostezo (fue la primera vez que sentí el aroma a pija ajena tan cerca de la cara). ¿Hay qué salir afuera?, mi voz aguda tembló. No pasa nada chiquito, vamos. Me agarró de la mano y me sacó, sin que yo tuviese dos segundos de lucidez donde darme cuenta que no quería estar viviendo eso.
Ella tenía un short muy pequeño, un portaligas negro y corpiño y para salir a la calle se agregó un saco transparente. Aún de la mano, salimos del local y caminamos solo dos pasos hasta la puerta de al lado, una puerta de dos cuerpos, de chapa despintada y apariencia de matadero. Tocó el timbre, de adentro tenían que avisarle si había “habitaciones” vacías. Mientras esperábamos, en el boliche brasilero seguía entrando y saliendo gente. Esa vez se detenían directamente a  mirar y reírse de como el pendejo esperaba a entrar de la mano de la prostituta. Entramos, pasillo largo que daba a sucesivos cuartos de uno por dos, todos color celeste sucio. Se escuchaban los gemidos, y se veían salir a las diferentes chicas con los clientes, pero ya no de la mano. Una vez que se paga, se acaba el amor. Y cuando entré, me bajé los pantalones, le dije que era mi primera vez intentado apelar a su buena predisposición, ella rió, se sacó la bombacha, se puso el forro en la boca y de ahí a mi pito. Muerto, flácido, inexistente. Y la chupó así, mirando el techo, hasta que me dijo que el tiempo se estaba por acabar, así que podíamos coger, y no se como lo hicimos, ella agarró la pija, la manipuló con increíble maestría y la colocó dentro de ella. ¡RING! La bocina avisó que se acabó el tiempo, ella se levantó, se lavó delante mio y salimos nuevamente al local. Y allí esperé a que mis amigos terminaran de aparecer, y la noche pasó, entre risas y festejos de mis compañeros y una sonrisa falsa y costosa en mi cara.
No voy a llorar de viejo por esta historia, de eso estoy seguro. Pero tampoco voy a reírme.

jueves, 5 de agosto de 2010


La adolescencia abarcó muchas cosas, entre aprendizajes y frustraciones, que hacen al sujeto que hoy escribe. El desconcierto hormonal, la marginalidad nombrada la semana anterior, el pesimismo creciente, la aceptación de la realidad como una inevitable parte de mi existencia, el desinterés por la vida, el fastidio crónico hacía todo ser que compartiera los días conmigo y un largo etcétera de comportamientos nerviosos y compulsivos en cadena que se potenciaron a lo largo de los años. Pero no sólo desgracias guardo en el cajón de mis recuerdos; de haber sucedido así, hoy sería una persona tan amargada y llena de rencores que ni siquiera podría escribir esta vida que me tocó con la cuota de ironía que le aplico.
Sin embargo, no dejo de mirar las situaciones con el ojo cínico. Esa posibilidad de recordar la bastarda vida que el azar cósmico me regaló con humor no es logrado gracias a mi capacidad de superar traumas, ni a una madurez conseguida con el crecimiento. Es gracias al cine, nada más obvio que ello. La etapa de acné y suciedad con gusto, la recuerdo adorable justamente por ello, por el recuerdo de la felicidad al apagarse las luces de la sala.
Siendo fiel a mi personalidad, al cine iba solo. Salvo raras excepciones en que veía una película junto al grupo de amigos de turno, siempre consideraba que ese momento era mío, mi espacio de libertad absoluta lejos de la estúpida vida común y corriente que sucedía puertas afuera. Cuando se organizaban esas salidas grupales, obviamente me avisaban, y yo no podía negarme a una invitación al cine, pero lo hacía con el mayor desgano posible. Las manadas de pendejos en los cines deben ser prohibidas, en un utópico estado de maxicracia no dejarían entrar a mocosos gritones que aparecen en grupos de veinte a ver una película sin importarles realmente, podrían estar visitando el zoológico y sería lo mismo para ellos. Gritan, hablan, se mueven, comen como si nunca hubiesen visto una bolsa de pochoclos en su puta vida. Los odiaba con todo mi ser, al igual que ahora, pero ya aprendí a no ir a ciertos horarios  si corro el riesgo de toparme con ellos. 

Los cinco años transcurridos durante la escuela secundaria (1997-2001) fueron los más prolíficos con respecto al cine. Hasta donde las faltas me permitiesen (veinticuatro nada más, hijos de puta abusadores) faltaba al colegio sólo para ir a ver una película. Me rateaba sin compañía, sin decirle a nadie, directamente no aparecía y me dirigía al centro, a los cines de Lavalle como el Atlas o el Monumental. Prefería ir a la escuela con 40 grados de fiebre, pero guardar esa falta para el próximo estreno que me llamase la atención. Así es como las tardes de semana me fueron regalando estados inolvidables y hermosos.
Estuve en uno de los mejores momentos de Tim Burton, con Marcianos al ataque (Mars Attack!, 1997) y La leyenda del jinete sin cabeza (Sleepy Hollow, 1999), dos películas burtonianas al palo, una por los colores y el humor delirante y otra por su arte oscuro y Juancito Profundo haciendo de las suyas como sólo él sabe. Presencié el efímero gusto por los volcanes en erupción con Volcano (1997), una bosta simpática con el capo Tommy Lee Jones y la torta arrepentida Ane Heche escapando de la lava en las calles de California y Dante’s Peak (1997), una bosta no tan simpática con Pierce Brosnam y Linda Hamilton con cara de arrepentida por haberse divorciado de James Cameron y tener que salir a trabajar de lo que venga. Hablando de Cameron, vi uno de los hits de la década, Titanic (1997) y no sufrí decepción porque todo estaba cantado antes de empezar la película, tengo que admitir que más allá de la pedorrisima y poco inspirada historia de amor entre la Winslet  y el DiCaprio, cuando el barco la caga, lo hace con toda la onda. Lástima la duración, las actuaciones (Kate no, ella es grosa todo el tiempo), lástima los diálogos, la historia… lástima toda esa película, salvo cuando el barco la caga, porque lo hace con toda la onda. Ya que sigo con las relaciones, recuerdo grandes mierdas como La Momia (The Mummy, 1999) con Brendan Fraser, la sorpresa que me llevé al enterarme que no estaba viendo una película de terror sino una de aventuras familiar me hizo enojar mucho, realmente no sabía nada de la película antes de entrar al cine. Comodines (1997) una de acción nacional con Adrian Suar y Carlos Calvo (¿?) fue todo lo que ya sabemos, de tan idiota, fea y sencillamente mala, la hace pasable. En ese año también vi la que hoy considero la peor película de mi vida, Batman y Robin (1997) y no voy a decir nada de ella porque dije que mis recuerdos eran felices, si me pongo a detallar lo que pienso sobre éste film voy a terminar cambiando mi perspectiva.


Estuve en el nacimiento artístico del indio M. Night Shyamalan dirigiendo Sexto Sentido (The Sixth Sense, 1999) y conocí a Spike Lee cuando descubrió que existían actores blancos con S.O.S. Verano infernal (Summer of Sam, 1999), ambas buenas películas, aunque la de Lee me gustó bastante más. Leguizamo es groso. Me colé a ver esas películas prohibidas para menores de 16 con la emoción del niño rebelde, Criaturas Salvajes (Wild Things, 1998) la rompió, una maravilla al borde del ridículo y la estupidez que no paraba de funcionar y sorprender. Matt Dillon, Kevin Bacon y Bill Murray es todo lo que se necesita, también había escenas de amor lésbico e indicios de masoquismo, un combo espectacular para el deleite del joven curioso. Invasión (Starship Troopers, 1997) de Paul Verhoeven estallaba, una montaña rusa drogadicta entre los insectos del espacio exterior, el héroe porteño y sangre, tripas y cosas asquerosas por doquier. Maravillosa, tanto como el renacimiento del muñeco diabólico. La novia de Chuky (Bride of Chuky, 1998) trajo de nuevo al mundo a una franquicia muerta varios años atrás, y lo hizo de la mejor manera, llena de humor absurdo y con Jennifer Tilly a punto de reventar el corpiño. 
 En este tiempo, se consolidó mi amor por ciertos directores. La primera película que veo en cine de Woody Allen es Los Secretos de Harry (Desconstructing Harry, 1998), hoy sigue estando en mi top five de Allen sin lugar a duda. Al año siguiente vi Celebrity (1999), una no tan espectacular película pero si con todo la mezcla y acidez que el judío de New York sabe manejar de manera única. Se estrena El gran Lebowski (The Big Lebowski, 1999) de los hermanos Coen y mi cabeza hace ¡Pum! Jeff Bridges se compró un lugar en mi corazón para la eternidad haciendo del “Dude” y todo en ese film, todo, es de lo mejor que parió el celuloide en sus poco más de cien años de vida. Luego vería ¿Dónde estás hermano? (Oh Brother, where are thou? 2000) y los Coen se aseguraron un fanático más en su larga lista de fanáticos. Alcanzo la gloria con Terry Gilliam y su Pánico y locura en Las Vegas (Fear and loathing in Las Vegas, 1999) así como con David Lynch y su Carretera Perdida (Lost Highway, 1998). Ambas películas me dejaron el culo en la nuca (por decirle de algún modo), cada una por sus diferentes razones. Gilliam me hizo viajar y delirar, en cambio Lynch me dejó mudo, sin saber que había pasado, desconcertado y nervioso. Gracias a ellos, el cine no dejó de hacerme creer que la vida gris e insípida jamás lograría acercarse a tal nivel de maravilla.
Todas esas y unas cuantas más que no nombro hicieron mi felicidad juvenil. Pero hubo cuatro momentos que significaron el todo, cuatro películas que justificaron mi ser. Dos de ellas fueron estrenos, las otras dos, reestrenos de viejos clásicos. Y lo dejo para la próxima, porque el exceso de palabras puede  ser perjudicial para su salud.
                                                                                              Continuará…
 

viernes, 30 de julio de 2010


No se cuanto de verdad hay en esto, pero he escuchado decir que el lugar de donde provenimos dice más de nosotros que nuestra propia personalidad.
En aquellos años de secundario, la marginalidad estaba a la vuelta de mi esquina, ni siquiera tanto, estaba en la puerta. Y aquí llego a tratar un punto delicado como es definir que es marginalidad. No me interesa ningún aspecto social que pueda encajar en estúpidas e inservibles encuestas de diarios amarillistas, menos entenderla como algo relacionado de manera exclusiva a la seguridad (o la falta de ella), no separo en colores de piel ni clases basadas en el poder económico como a Nietzsche le hubiese gustado, sólo cuento aquella realidad que alguna vez me tocó vivir. Por esos años, todo lo que conocía como prohibido por parte de mi educación se presentaba delante de mí como una opción de rebeldía. Entonces, mi concepto de marginalidad se basa en la posibilidad inmediata de romper las reglas que hasta ese momento creía correctas. El hecho que todo pasara en una zona considerada marginal por todas las otras cuestiones que antes nombré, puede ser mera casualidad.  
Mi colegio quedaba (aún queda) en Bajo Flores, desde la terraza se podía ver completo el hospital Piñero y detrás de aquel paisaje de edificios derruidos se levantaba majestuoso el cementerio de Flores, si uno se esmeraba podía llegar a leer que decían las placas en los panteones. Mirando para el lado contrario se veía a la perfección el Fonavi (Fondo Nacional para la Vivienda) del Bajo, una iniciativa de Perón en su último mandato de convertir las villas miserias en complejos de monoblocks, para que terminaran pareciendo islas aisladas del resto de la ciudad que imponían más miedo que las villas que antes existían allí.  Justamente de ahí venían los muchachos que se juntaban en la puerta del colegio todas las tardes. Tenían muchas buenas razones para estar allí: enamorar a las inocentes niñas de primer año, vaguear hasta que le salieran costras en los huevos, intimidar a los pobres pendejos asustadizos y posar en su imagen de chicos malos delante de una institución religiosa como mi secundario era. Para mí, sólo estaban para vender drogas (antes de eso, para hacerme conocer las drogas), por lo tanto todo lo demás que pudieran hacer me resbalaba. Estaba “el Soto”, “el Guille”, “Cataña”, “el cata”, “Sotito”, éste último era el hermano menor de “el Soto”, de ahí su sobrenombre. Todos ellos eran chicos buenos. Tenían una reprochable necesidad constante de portar armas, robar y matar si era necesario, pero no por ello dejar de ser los muchachos con los que te da ganas de perder el rato.

Cuando estaba en segundo año, al “Soto” le pegaron un tiro en la pierna, durante meses lo vimos llegar con las muletas a la puerta del colegio, después no lo vimos más porque había muerto de gangrena. Destino cruel. Pero la anécdota es otra, sinceramente “el Soto” me refriega los testículos. Al parecer era un picaflor como pocos, un Don Juan del Bajo Flores, un machote con mucho esperma utilizable. Al abandonar la Tierra, empezó a aparecer un desfile de chicas embarazadas, todas llevando el producto del semen de “el Soto” mezclado con un ovario activo de la chica de turno. Vuelvo al punto anterior, porque el prejuicio es una línea tan delgada que puede ser cruzada sin quererlo, y una vez que llegamos al otro lado, difícil es volver. Pienso, ¿en otro lugar las chicas hubiesen actuado de otra manera? En otro estrato social, ¿las cosas se hubiesen resuelto en paz? No lo se, no quiero saberlo en verdad, la realidad que me tocó es esta y punto (¿Vieron? Acepté mi realidad). Les pregunto a ustedes, antes de saber como continúa la historia ¿Qué hubiesen hecho si llevan un crio de un muerto y se enteran que como ustedes hay más de tres en la misma situación? Que aborten, es la respuesta más rápida. Pero el aborto es para nenas blancas que dicen estar en contra del aborto, es para hijas de padres pudorosos que prefieren pagar un aborto antes de sufrir la humillación pública de una hija adolescente embarazada. Siempre está el confesionario para lavar cualquier culpa. Para las otras, las nenas que no pueden pagarlo, queda el embarazo, la maternidad antes de los quince, queda lo que ya conocemos como marginalidad.
Sin más preámbulos, una tarde de agosto en la escuela nos enteramos que esa tarde las chicas preñadas (todas estaban el colegio) se pelearían a mano cruda por el amor del muerto. Honestamente, no es tan descabellado, la que ganara diría que “el Soto” sólo la amo a ella y ese hijo llevaría su apellido, y él no estaba para decir lo contrario, no había manera de contradecir a la muchacha vencedora. Pues, esa tarde, ahí estábamos todos expectantes: los de quinto año reían pensando en ver a cuatro nenas pelear a puño limpio, los curiosos como yo esperábamos conocer como peleaban las chicas, tal vez agarrándose los pelos y tirándose al piso entre llantos. Toda la previa era excitante, la calle estaba vacía ahí en la esquina de Zuviria y Lafuente… Bueno, vacía de vecinos y posibles policías, éramos casi doscientos pibes con uniforme de colegio en ronda esperando ver el espectáculo. Y llegaron, hablaron primero algo que nadie lograba escuchar e inmediatamente empezaron los puños. El recuerdo me asusta hoy en día, esas chicas no se tiraban de los pelos acompañadas de gritos agudos. No, esas chicas se mataban a golpes duros y patadas. Se rompían la cara, ¡y eran cuatro! Volaban trompadas para todos lados, caían dientes al piso como si nada pasara, caían con todo el peso de sus cuerpos al piso y venía otra a caerle encima y martillarle el cráneo a golpes.  El show se puso agresivo, nada cómico. Las separaron porque cualquiera podía morir en aquella pelea, y todos los presentes nos mirábamos con caras de culpa mezclada con sed de sangre. Como los romanos, pero en plena década del noventa y en Bajo Flores. Me fui a casa con necesidad de ver una película, de perderme en la nebulosa irreal que me alegraba los días, la realidad del día había sido demasiado para mí.

¿El final de la historia?  ¿Qué pasó con las chicas embarazadas?
Vamos, este es mi blog, es mi historia. La de un nene puto con miedo a salir a la calle y vivir ¿Acaso no puedo darme el lujo de bajar línea sobre lo que pienso sin medir en cuanta coherencia tenga dentro de la historia general? Es mi catarsis, mi modo de ver el mundo que me rodea y al que no le guste… al que no le guste, que no lo lea más.