viernes, 30 de abril de 2010


Jesús no quiere que te toques, dijo el cura.
¿Cómo lo sabe? Pregunté con toda mi inocencia.
¡Está en la Biblia!   Me respondió con un grito.
¿Ni siquiera cuando miro MTV? Le dije con una sonrisa boba libre de toda intención, el cura refriega su frente sudada ante la inminente jaqueca que le estaba provocando.
Jesús nos regaló el don de la culpa para que pudiésemos entender lo que sufrió en la cruz al morir torturado para lavar nuestros pecados, dijo con vehemencia el clérigo.
¿Eh? Fue la respuesta más sincera que pudo haber salido de mi boca.

Con sólo diez años de existencia, sentado en el sillón de la dirección de la escuela con los ojos abiertos de par en par escuchando las palabras del cura, conozco el sentido de algo llamado causa y efecto. Con una facilidad preocupante, el sujeto de sotana y mirada a punto de estallar de libido, me explicó como mi constante blasfemia era causante directa de todos los males que me aquejaban: la muerte de mi padre, la promiscuidad de mi madre (aún hoy me pregunto como sabía ese cura que mi madre eran tan puta), la soledad que me rodeaba, todo era producto de mi refregada genital.
Fue una charla corta e intimidante, luego me dejó volver al salón de clases donde compañeros y maestras por igual me regalaron miradas de reojo, al perecer todos estaban enterados de mi aventura masturbatoria en el baño. En mi fresca cabeza pasaban contradicciones y pensamientos muy deprisa, casquearme el pito provocaba un sinfín de consecuencias supuestamente malignas en mi vida según dios, pero al analizar dichas consecuencias llegaba a la conclusión que maligno era si no hubiesen sucedido. Que más quería yo que mi padre esté muerto, que más quería yo que estar sólo sin nadie alrededor, que más quería yo que mi madre estuviese ocupada todo el día para no prestarme atención… aunque si lograba que muriera todo cerraría en una magnifica solución, entonces pensé que para llegar a hacer perfecta la cadena de consecuencias debía continuar mis pajas hasta que mi madre cayera muerta por mi culpa, y así podría continuar dando de baja a todo aquel que mereciese la muerte inducida por mis tocadas íntimas, podía convertirme en un dios con sólo mi pervertida imaginación. Pero cierto es que la causa y efecto existe, lo descubrí al comenzar una cruzada en pos de la destrucción de mi entorno con pajas a toda hora del día, llegó un punto donde podía patearme las ojeras y la mano derecha me temblaba, era el único niño de diez años con un severo caso de cistitis y las sabanas de mi cama estaban duras como una tabla de madera, a la quinta o sexta paja del día me sentía famélico, tardaba tanto para acabar que me terminaba quedando dormido con la pija apretada en mi palma pidiendo un respiro y lo peor de todo es que perdía tiempo sagrado para ver películas, estaba olvidando la razón de mi ser. Debía encontrar el modo de conjugar ambas cosas, que el cine me provocara una erección espontánea para poder clavarme una paja durante el film y continuar disfrutando del espectáculo… y como ya estaba convertido en un dios absoluto no tuve que esforzarme mucho para conseguirlo sino esperar a que llegara a mis manos, así es como cierto día entro a la habitación de mi mamá y encuentro un VHS que prometía ser dicha respuesta.

Bajos instintos (Basic Instinct, 1992) estaba en la repisa de mi madre para ser vista por ella y un amante que pululaba por la casa en ese entonces al cual lo calentaba sobremanera Sharon Stone, lo se porque el día que yo me llevé el cassette de su lugar el hombre enloqueció, buscaba desesperadamente su película donde se le veía la cajeta a la Sharon y no quería hacer nada con mi vieja hasta que apareciese. Sin Sharon no tiene sentido llegó a decir y mi madre lo tomó a modo muy personal. El sujeto se fue de casa sin película y sin garche, mi madre olvidó el asunto al traer un reemplazo inmediato y yo me quedé con la película en mi poder.
Sharon Stone calienta hasta un muerto, Michael Douglas no tanto, pero el dúo erótico que formaban era perfecto. Más allá de las logradas pajas que le dediqué, la película es maravillosa, las anti heroínas de la pantalla volvían a aparecerse en mi vida así como lo había hecho Michelle Pfeiffer un tiempo atrás. La historia de la escritora ninfómana que mataba chongos estúpidos con el picahielo me tuvo atrapado de principio a fin y la ambigüedad que se permitia su personaje fue revelador. A raíz del nuevo idilio hacía la cuarentona rubia veo en cable Sliver (1993), una bosta que sólo fue conocida por ser la segunda película después de Bajos Instintos donde la Sharon pelaba todo lo que tenía. Aunque pude masturbarme terminé severamente enojado con la película en sí, es tan mala y tarada que hasta un niño de diez años logra sentirse ofendido por la trama y la actuación de William Baldwin a pesar de tener uno de los culos más perfectos de la década (dicen por ahí que realizó un desnudo frontal que después fue eliminado del montaje final, una lástima), Tom Berenger acompaña y ahí termina por irse  todo por el caño. Pero gracias a la causa y efecto presto atención a la banda sonora y conozco a Massive Attack. Glorioso resultado.
Se suceden los días buscando porquerías con desnudos y escenas de sexo hasta que un día leo en una revista una nota sobre los veinte años pasados desde el estreno  de una película que en su momento fue la más polémica y controvertida por sus fuertes escenas sexuales y violentas. De pronto no podía pensar en otra cosa que no fuese conseguir ese film ya, me fui al videoclub y la pedí, de haber sido un adulto quien atendía el video no me la hubiese alquilado pero como yo era dios y todo salía como lo deseaba en ese momento atendía un adolescente idiota lleno de granos que no tenía la más puta idea de lo que estaba pidiendo, buscó en los archivos (papeles impresos, nada de computadoras por ese entonces) y me la entregó sin culpa alguna. Fui a casa y puse en el VHS Saló o los 120 días de Sodoma (Salò o le 120 giornate di Sodoma, 1975) de Pier Paolo Pasolini. Antes que puedan pensar en lo enfermo que soy me defiendo diciendo que con ésta película no me hice ninguna pajita, no pude por obvias razones, recuerdo de manera gráfica mí estado al terminar, estaba sentado en el borde de la cama con los brazos rígidos al costado del cuerpo y los ojos fuera de las órbitas, por lejos superaba cualquier cosa que mi mente fuese capaz de imaginar. 


En la República de Saló, al norte de la Italia nazi fascista de los años 1944 y 1945, cuatro hombres – llamados el Presidente, el Duque, el Obispo y el Magistrado- que representan los diferentes poderes secuestran a dieciocho jóvenes (bien grasosos y escuálidos como le gustaban a Pier Paolo) y los encierran consigo en un palacio. Junto a ellos cuatro prostitutas cuya función será la de relatar pervertidas historias a los presentes para que después los poderosos transcriban esos relatos en un desborde de excesos sexuales y sádicos hacía las jóvenes victimas. La película está dividida en cuatro segmentos que juegan con la idea del Infierno de Dante: Anteinfierno, Círculo de la Manías, Círculo de la Mierda y Círculo de la Sangre, y tan explicito como lo son sus títulos lo son sus imágenes.
En el Círculo de la Mierda discuten algunos personajes un tópico típico de las obras del Marqués de Sade (de quién está basado el título y concepto), el asesinato de las madres y el hecho que nada se debe a ellas simplemente por haber cogido con un hombre que inevitablemente se convierte en padre. Una de las victimas se larga a llorar porque su madre fue asesinada cuando la capturaron; entonces es forzada, a modo de castigo aleccionador, a comerse la caca del Duque con una cuchara en una escena terrible en que ella está en el centro del resto comiendo y vomitando a la vez mientras los poderosos se van calentando cada vez más. Luego, a raíz del hecho, una de las putas cuenta historias que incluyen mucha mierda y así deciden que los jóvenes no deben evacuar por un día entero para poder al final servir sus heces en un gran banquete donde todos comerán y disfrutarán la caquita.
Podría perderme en contar toda la película, fotograma por fotograma, porque fue tan emblemática que no olvidé nada de ella, porque gracias a esa oda a lo escatológico y pervertido nacía un nuevo yo, a partir de allí decidiría que para acabar con el mundo que me rodeaba una masturbación en privado no alcanzaba, debía convertirme en el dios que creía ser y evangelizar con ésta Biblia, llena de caca y sexo sucio.

martes, 20 de abril de 2010


Enero de 1995. La televisión era un bombardeo de propagandas para las presidenciales de ese año, la suma de verano más apogeo menemista resultaba en un aburrimiento crónico y creciente salvo por ciertos milagros ocurridos. El primero aparecía en el cable a mitad del año anterior al que estoy contando (1994 para los más distraídos), un canal dedicado a la música. MTV Latinoamérica asomaba y hacía nacer una nueva generación a sus pies. El segundo milagro era la primer novela que me fumo completa y esperando cada capítulo con ansiedad, Amigovios.
Las patéticas aventuras de los purretes en la colonia de verano, en especial el baile del principio al compás de Nicole Neumann cantando bajito y desafinado junto al descubrimiento de bandas extranjeras y música de verdad que superaban por bastante lejos al cassette de Circo Beat que guardaba con vergüenza en mi colección provocaron en mí un desenlace inesperado. No me volví simpático ni sociable, menos se me ocurrió la idea de tener amigos. La junta de hormonas, Rock & Roll e historias de amor tímidas hicieron que tuviese mi primer erección seguida de mi primer masturbación. Glorioso verano preadolescente. Faltaría a la verdad si asegurase que fue en particular lo que resultó en el descubrimiento de mi pito, no creo haya sido las mayitas de las chicas en la pileta ni los brazitos casi desarrollados de los nenes, tal vez haya sido Kurt Cobain, o Madonna revoleando su cajeta por los aires. No lo se, por ese entonces recién comenzaba a confundirme con la sexualidad y todas sus variables. Pero cuanta felicidad al comprobar que con un simple y mecánico movimiento de manos hacía arriba y hacía abajo sobre mi pene podía provocarme una descarga de tranquilidad y relajo –efímera pero suficiente- en la más completa soledad. Una vez descubierta la auto satisfacción creí que podría vivir para la eternidad encerrado en mi habitación a base de televisión y pajas.  No buscaba ninguna imagen en especial, ni siquiera poses sugerentes o alguna boca de labios carnosos ideales para lamer pollas, simplemente me tocaba una y otra vez espiando a los nuevos personajes que habían ingresado a mi vida. 
Pero al mismo tiempo que comenzaba el descubrimiento de mi anatomía sucedió algo que no estaba en mis planes. La vez anterior conté (o adelanté) como el año 1995 es el año en que me cambiaron de colegio. Existió una razón específica por la cual mi madre –muerta en mi imaginación pero demasiado viva en el mundo real- decidió el cambio, una cuestión de lavado cerebral barato por parte de una vecina que era maestra y su discurso anti educación pública que caló hondo en la mente de la señora que me parió. Sin más vueltas que esa decidió que era hora de abandonar el guardapolvo blanco para dar lugar a la imagen de sobriedad y cultura que la familia necesitaba, una corbata, zapatos y la camisa dentro del pantalón ¿La educación en si? Bien gracias, mi madre no tenía idea si el colegio en cuestión era de buen nivel académico o enseñaban a coser bufandas pero que la apariencia era de un jovencito educado lo era. 
Ya había tomado la comunión en la iglesia del barrio, sin embargo tanto yo como mi madre que me obligó a hacerlo éramos consientes de lo poco trascendente del hecho. Era costumbre típica de las familias aburguesadas que abrazan el catolicismo de modo figurado sin conocer en lo más mínimo los pormenores de tomar un trago de vino y comer una masa sosa dada por el cura de turno. Catequesis una vez por semana durante un año no es tan tortuoso, nunca presté atención a lo que sucedía en dichas clases, menos a los mensajes de muerte y venganza escondidos en fábulas románticas que solían contar la vida del tal Jesús. Pero la idea de ser acechado a diario por estos sujetos si me traía mal, la idea de conjugar colegio más religión me aterraba. 
Hasta ese momento mi concepto de dios, diablo, cielo e infierno se basaba principalmente en El Exorcista (The Exorcist, 1972), La Profecía (The Omen, 1976), Los Diez Mandamientos (The Ten Commandments, 1956) y Jesucristo Superstar (1973). Por ende creía que Dios era un sujeto aburridísimo que le mandaba tareas a barbudos más aburridos que él porque tenía un hijo boludo que sólo cantaba y bailaba y no quería ser como el padre, entonces el diablo, que no era tan aburrido, se divertía metiéndose en el cuerpo de jovencitas para colarse crucifijos mientras Jesús seguía bailando y cantando y dios se agarraba la cabeza pensando en todo lo que hizo mal. Luego, de tanto bailar, hartó a medio mundo y lo mandaron a cagar fuego. Entonces dios dijo que ni en pedo permitía que volviera a la casa hasta que no supiera ser un hombre y se dejara de pelotudear con esa idea de ser una estrella y lo resucitó para que no lo molestara en su casa celestial. Pero Jesús, como muchos artistas vagos, volvió a la casa del padre cuando se quedó sin más trabajo y hasta el día de hoy –un poco más de dos mil años después- sigue siendo un mantenido.
Sin irme por las ramas, pasó el verano del amor (record de masturbación) y llegó marzo. Comenzaban las clases.
“Por mí se va a la ciudad del llanto; por mí se va al eterno dolor (…) Antes que yo no hubo nada creado, a excepción de lo inmortal, y yo duro eternamente. ¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!
Las mismas palabras que se encuentran en la puerta del infierno que Dante supo recrear en su Divina Comedia están grabadas en la entrada de lo que fue mi colegio. Arriba del busto de un monseñor que le da nombre al instituto, Stillo. Paradójico ¿No?
Primer día de clases, sexto grado. Mi primera idea fue crear de esa situación agobiante una solución amena. Me pajeé en el colegio, pero me descubrieron rápido y sin esfuerzo. Empezaba mi cruzada católica con el pie izquierdo.
                                                                                  Continuará…
 

martes, 13 de abril de 2010

En diciembre del año 1994 terminé con éxito el quinto grado de la primaria. Podría contarles como los largos días de verano me convirtieron en el perfecto antisocial. Podría contarles, por ejemplo, las tardes en que salía a la calle a gritarles a mis vecinos que no jugaran a la pelota en mi puerta. Podría contarles como mis vecinos -adorable banda de mocosos que no superaban el metro cuarenta, igual que yo en ese entonces- creían graciosa mi actitud altanera, tanto como para usar la fachada de mi hogar como baño, tumba para perros aplastados por el colectivo de la línea 7 que pasaba por allí, más baño, deposito de cualquier tipo de basura apestosa y podrida, mucho más baño, entre otras. Podría relatarles las mil posibles venganzas que tenía planeadas, excéntricas y divertidas, todas incluían un acto de espionaje y una secuencia de acción que usualmente me tenía a mí derribando decenas de pendejos impertinentes sólo con mis puños. Podría admitir que todas esas venganzas jamás fueron llevadas a cabo, la cruda verdad es mi persona espiando por las rendijas de la cortina de la ventana, consiente que estaban cagando en mi puerta e imposibilitado (aterrorizado) de enfrentarlos. Podría derivarme contando como años después me desquité de sus abusos gracias a una casualidad absurda en mi adolescencia. Derivarme así, con la historia. Ya me adentraré en profundidad en esos años de autodestrucción inconsciente y búsqueda espiritual pero por ahora continúo con la historia de manera resumida. Tenía dieciséis años y en mi casa se hacía fiesta; fiesta en mi casa significaba mucha gente que no debía estar ahí, gente extraña y fuera de lugar entre niños inocentes –comparados con las perversiones que estos sujetos cargaban- que lo único que querían hacer era tomar alcohol hasta ver a dios en persona. En esa mezcla macabra se encontraba un petiso muy simpático, se vestía con botas tejanas y camisas rosas dentro del pantalón, sacaba el pecho para afuera pero no podía esconder su panza ovalada y prominente tratando de escapar de su prisión de algodón. Le decían el negro (no voy a decir nombres, tengo miedos comprensibles) por su evidente tez morena. Todos le tenían miedo, no por su actitud dominante o un respeto confundido y transformado en poder, le tenían miedo porqué estaba loco; además era un pelotudo. La combinación de estas dos características hacía que todo aquel que le hablase se manejara por una acción casi compulsiva de afirmar y asentir cada palabra salida de la boca de él. Entonces, el negro está en la puerta de mi casa en medio de esa fiesta presumiendo su auto nuevo y bla bla, cuando mis vecinos (ya todos adolescentes como yo) están saliendo de la casa ubicada justo frente a la mía. Los mira, todos y cada uno de ellos les cae gordo, dice que los va asustar un poco porqué sí, nadie le dice que no está bien lo que está pensando, agarra el arma que tenía en su guantera y sale disparado a increparlos a los gritos haciendo volar una pistola por su cabeza. Se pegaron el susto de sus vidas, salieron corriendo para todos lados. Pero el negro no se cansaba fácilmente, él quería disparar ahora que ya tenía al arma en la mano. Y nadie le dijo que no estaba bien lo que estaba a punto de hacer. Durante años las fachadas de las casas en mi cuadra llevaron los agujeros estampados en sus frentes, nunca vi tantos policías juntos en una sola cuadra como aquella noche, nunca más dejé que un psicópata armado se refugie en mi casa cuando ve llegar al cuerpo policial. Menos de actuar como rehén ni de esperar 18 horas adentro a ver si se calmaban los polis (él creía eso). En fin, me dejé llevar por la historia y eso no quería hacerlo. Pero dejar una historia sin contar el final no esta bien ¿Cierto?

El punto era diciembre del año 1994. Pero ya me fui muy lejos como para empezar la historia que debía ser: cuando me obligaron a asistir a la puta escuela católica y esos portadores de libido reprimido llamados curas torturaron mi mente durante años con lecciones moralistas y fascistas sacadas de la Biblia. No señor, en este Maximiliano egocentrista y petulante no hay espacio para otro dios, menos para uno tan egocentrista y petulante como lo es el católico. Aunque guardo un bello recuerdo de El pájaro canta hasta morir, la miniserie con Richard Chamberlain al palo durante cada capítulo.
Ya habrá tiempo para contarles como pasé del paraíso de la educación pública a las garras del infierno católico, por ahora esto es lo que hay.

lunes, 5 de abril de 2010


Las opciones en las noches podían ser: cenar en familia mirando Mi Cuñado con Ricardo Darín antes de ser el ACTOR argentino o fingir un cansancio devastador a causa de la escuela que me permitía irme a la cama temprano para ver televisión sin el ojo penetrante de mi madre. 
Por esos años me cruzo con una oleada de actores mediocres jugando a ser directores de grandes superproducciones.
Kevin Costner se muda al lejano oeste para aburrirme en Danza con Lobos (Dance whit wolfes, 1990). La dirección puede ser decente, su actuación es bosta de cerdo. Tipo chato e incapaz de transmitir sensaciones en un bodrio que nunca acaba. Ganó un Oscar como director y una nominación como actor, con el ego levantado y la creencia que era bueno en lo que hacía, años después se despacha con El Cartero (The Postman, 1995), la obra épica más aburrida de la década. Se gana el odio de Hollywood, bien merecido.
Mel Gibson abandona a Danny Gloover para dirigir y protagonizar la historia de un escocés calentón y orgulloso en Corazón Valiente (Braveheart, 1995). También se lleva el Oscar como director, pero como actor no tenía modo de dibujarla. La película acompañó mis tardes de sábado solitarias durante años gracias a que Telefé se convertía en el canal fundamentalista de la repetición sin escrúpulos.      

   
El Gibson gritando ¡Freedom! se vuelve un clásico, también los culos peludos hostigando al enemigo y la cara pintada mitad blanca mitad azul. Pero la película tiene otro momento memorable y es cuando degüellan a la mujer delante de su cara porqué no quiere entregarle la cola a los ingleses. Buena cortada de cuello, buena expresión de la minusa, buena angustia sufrida por Wallace (No Marcelus). Si la tortura del final hubiese sido Gore -con las tripas del escocés volando para todos lados- la película pasaría a ser perfecta, pero como no pasó así sólo la considero buena. Y gracias.
El Maestro (sí, con mayúscula) Clint Eastwood dirige y protagoniza Los Imperdonables (Unforgiven, 1992), es el primer western que veo y el único que me gusta, por eso no voy a hablar de ese género que tan poco conozco y tanto aburrimiento me provoca. La lentitud y el cuidado de los personajes hicieron del film una obra maestra. Eastwood, Gene Hackman y Morgan Freeman son el trío perfecto para esa historia de gente olvidada por la vida buscando redimirse a último minuto. Cada plano es más hermoso que el anterior, cada escena es más poderosa que la anterior, todo está por una razón, no sobra nada.

Pero llegó un punto donde la fantasía se agotó. Podía ver una y otra vez maravillas que me transportaran y dejaran fluir mi imaginación a niveles impensados, podía vivir en mi mundo de mentiras y colores… hasta que abandonaba mi habitación y salía al mundo real.  
Por un lado tenía a Ciudad Gótica, oscura y hermosa a la vez, por el otro tenía a Buenos Aires, gris y aburrida. Los villeros no se parecían al nene amigo de Dick Tracy, tan simpáticos y adorables. Las bibliotecas no tenían una sección con libros que me llevaran a mundos paralelos desbordantes de aventuras. Cuando vuela la AMIA no aparece un John McClaine que promete vengarse de todos y busca justicia matando y volando todo, sólo se quedaban llorando todos mientras los verdaderos culpables saludaban a la tele con caras de nenes buenos y desentendidos.        

Sumo nuevos adjetivos a la realidad. Antes tenía aburrida, previsible, rutinaria, gris, apática. Ahora le sumo ridícula, mentirosa, inverosímil y decepcionante. Porque creo, el principal problema de ser un preadolescente solitario y antipático es la soberbia con la que comenzaba a ver al mundo. Sin embargo no dejaba de creer (aún lo hago) en las palabras de John Kennedy Tool: Cuando un genio aparece en el mundo, los necios se conjuran para negarlo.
Entonces, por un lado la fantasía era mi realidad, pero no existía fantasía tan grande para llenar una realidad. Tantos vacíos y contradicciones me abrumaban, hasta que una peliculita aparece por el año 1994. Tenía unos adorables diez años.       


La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977) fue una película de década. Marcó la generación completa que vio en cine la nave aparecer por encima de sus cabezas en los primeros minutos del film, después vino su mitología y casi todos conocemos esa historia. En los ochenta, década aburrida y chata, tal vez (y remarco el tal vez) haya sido Terminator la película generacional. Pero en los noventa hubo varias películas que hicieron bisagra, al menos en la ciencia ficción. Por finales de los noventa, exactamente en el año 1999, aparece Matrix, para ese entonces ya tenía pendejos por toda la entrepierna y me clavaba pajas crónicamente, por eso considero que ésta película debe quedar afuera de la década del nueve seguido del cero. Matrix abrió la puerta al nuevo siglo, a la nueva era de la ciencia ficción y la fantasía.
¿Y que queda de los diez años anteriores? Queda esa película única y maravillosa que provocó mi primer espasmo de emoción en el cine.          


Jurassick Park (1993) fue, es y será el film de los noventa.
He leído por algún lado que el super noño Steven Spielberg nunca quedo conforme con el resultado final, le parecía mediocre y aburrido. ¿Sinceridad brutal o banalidad absurda? No importa, el Steven hizo escuela, marcó tendencia, creó una generación posterior de bastardos copiadores y se despachó con los efectos especiales más reales hasta ese momento. 
Otra vez el cine Rivera Indarte es parte fundamental de mi vida al ver al Tiranosaurio Rex en la inmensidad de aquella pantalla y en la incomodidad de aquellas duras y marrones butacas.      


Volví a casa y me deshice de todos mis muñecos. No estaba enojado como aquella vez que el perro terminó con un enema de Playmobil, en éste caso era feliz como nunca lo había sido aún.  

 - Estoy contento. – Le dije a mi Psicólogo
- ¿Puedo saber porqué? – Me preguntó él.
- Porqué se que a mi mamá se la va a comer un dinosaurio. –
- Los dinosaurios no existen. – Dijo él con una ceja levantada.
- Pronto mi mamá tampoco. – Respondí con una sonrisa.