miércoles, 22 de septiembre de 2010


Naftita tenía el apodo más gracioso, original y literal de todos los extraños personajes que me crucé en Parque Chacabuco. Era un buen tipo del cual se conocían cientos de mitos pero pocos conocían alguna verdad sobre su persona, el principal obviamente se debía a su poco convencional alias. Supuestamente, Naftita era llamado así a causa de su adicción a la nafta, normalmente sacada de su propio coche. Nunca pude comprobar la realidad de aquella leyenda, sólo tener algunas pistas que lo reafirmaban, como que cada vez que aparecía estaba más drogado que cualquier persona que haya conocido y nunca tenía nafta en el auto, siempre pedía monedas para poder cargar el tanque. Cuando le preguntaban si de verdad era por eso que así lo llamaban, él sólo reía mostrando los dientes verdes. El mito contaba que Naftita sacaba con una manguera la cantidad suficiente de nafta como para llenar un frasco no más grande que uno de mermelada, lo tapaba sin que nada de aire pudiese entrar y al momento de aspirarla le ponía una especie de embudo de plástico hecho de fabricación casera, en la parte grande metía la cara completa y jalaba hasta quedar lejos de la tierra. La única vez que vi un indicio de realidad con respecto a aquella leyenda fue una noche en el parque en la que él vomitó de improvisto. Nunca en mi vida había visto un vómito marrón caca salir de la boca de alguien hasta ese momento, y el olor no era común, no se parecía a ningún olor conocido, tal vez producto de la sugestión, pero sí se podía apreciar cierto aroma a estación de servicio en aquel desecho corporal. Irónicamente, o no tanto, Naftita murió en un accidente dentro de su coche una noche de verano. Iba con un acompañante, creo que uno de los pocos amigos reales que tenía, pero él no se lastimó. Ese pibe también cargó con una leyenda que nunca se pudo comprobar. Solía vender ácidos en el parque, al menos siempre llevaba encima. Una noche en que la policía entró al parque de noche, éste muchacho creyó que venían específicamente por él, en un impulso de gran estupidez se metió siete pepas completas en la boca para no ser descubierto con eso encima. En unas horas había desaparecido y sólo volvió a aparecer dos semanas después con la vista perdida y varios tics nerviosos que antes no tenía. Juraba que un comando de helados de palito lo persiguió durante semanas, por eso él sólo atinó a correr y correr sin destino fijo. No recordaba donde había estado todo ese tiempo. Ese pibe era uno de los enemigos declarados de Muralito, el delincuente más conocido del barrio y al que todos manejaban con cierto respeto porque simplemente era un bardo. Muralito llevaba la fama de estar siempre con un arma, se decía que robaba en los barrios aledaños como boedo o bajo flores, jamás en Chacabuco. De todos modos, cualquier pendejo del barrio -como yo- le temía. Muralito tenía una esquina propia, era la suya y todos lo sabíamos y si por ahí se pasaba, se tenía que saludar por más que Muralito no supiese de quien se trataba. Un año nuevo hubo una balacera en el parque, todos comentaban que Muralito había sido el que comenzó, se rumoreaba que su novia de ese momento se había acostado con uno de los “duros” y que en venganza, Muralito fue y empezó a disparar a todo el grupo. Los “duros” eran un grupo de diez o quince alrededor de los treinta años a los que sólo se los veía tomar cocaína durante todo el día y no jodían a nadie, pero esa mala casualidad los hizo ser protagonistas de aquella noche. El recuerdo cuenta que Muralito entró al parque y sin decir nada sacó el arma y disparó hasta quedarse sin balas, uno de los “duros” recibió un disparo en el estómago, no murió pero por pura casualidad desgraciada se llevó uno de las más grandes historias del barrio. Ese “duro” tenía una hermana que era bastante famosa en el parque porque nunca se la había visto sin los rollers, a toda hora y en toda estación del año ella patinaba por las calles del barrio. Ese primero de enero se calzó los patines para ir a visitar a su hermano al hospital , pero un colectivo de la línea 15 la atropelló a la altura del parque centenario y la mató antes de llegar a destino. Al poco tiempo, el pibe que había ingerido las siete pepas, el cual ya era más planta que humano, hizo saber que estaba harto de Muralito, así que lo iba a matar en justicia de la chica de los rollers, que por lo visto había tenido una historia amorosa con él. Al muy poco tiempo después, Muralito no apareció más en el barrio. Algunos dicen que cayó preso por los disparos de año nuevo, otros aseguran que el loco de los ácidos cumplió su palabra. Los “duros” nunca dijeron saber que había pasado, se hacían los desentendidos, pero algo que nadie supo con exactitud sí pasó, porque una noche, sin que hubiesen pasado varias noches entre cada situación, alguien volvió a meterse con ellos, pero esta vez los viejos consumidores de cocaína supieron defenderse y el vengador anónimo no tuvo una leyenda que trascienda, salvo un detalle. Al perecer los quiso atacar con un arma blanca, e intentó apuñalar a uno, pero justo al más gordo de todos, entonces su puñalada no le hizo nada porque la grasa corporal detuvo el cuchillo antes que pudiese lastimar algún órgano. Es el mismo gordo que dice ser hijo del cura de la medalla milagrosa (la iglesia del barrio). Varias veces estuve presente en el momento de escuchar la historia, y siempre escuchaba el mismo comentario por parte de otro: Si lo sabés, ¿por qué no vas a encararlo? El gordo dice que el cura tiene amenazada a la madre, y de hablar los mandaría a matar. Nunca le creí, pero debo admitir que pasan los años y sigue siendo la misma historia en cada detalle, sin errores ni equivocaciones. Hoy en día, el gordo vive con su novia, que no es más que la misma pibe que desató el conflicto entre Muralito y los “duros” ese año nuevo. Se dice que el hijo que tiene ella, antes de ser la novia del gordo, es de Muralito, pero nadie puede comprobarlo

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Porque aquello que una vez existió ya no es y lo que no era, ha llegado a ser
                                         Ovidio – Metamorfosis

Hubo un tiempo donde el personaje comenzó a crecer con absoluta independencia de la persona, madurando a una velocidad mayor que su creador, dándole la fuerza y decisión que jamás hubiese conseguido por cuenta propia. Frente a la avasallante avanzada de su alter ego, el sujeto real fue relegándose a un costado, permitiendo no sólo que su invención tuviese pensamiento autónomo, sino que tomase las riendas de su completa existencia. Lentamente, la persona fue abandonando la obligada realidad donde tenía que vivir y el personaje se encargó de armar la irrealidad para satisfacer un ego demasiado presente y necesitado de aventuras. Al momento de la división entre real e irreal, entre persona y personaje, entre vida y sueño, el humano de carne y hueso que cargaba con tales ambigüedades, era sólo un niño. Un pequeño capaz de desmembrar la vida en fragmentos y utilizarlos según la conveniencia, pero un pequeño al fin. Aún no conocía al mundo que lo rodeaba, sólo llevaba una vaga idea de él armada en base a más odios que amores y más frustraciones que alegrías.
El personaje ficcionado creía ser capaz de cualquier tarea, creía con fervor en una superioridad sobre todos sin parámetro ni coherencia, creía en sus palabras como las verdades más absolutas y certeras, todo lo contrario a la persona que era incapaz de levantar la vista en público por miedo a la humillación o el completo desinterés ajeno.
El niño, de manera inconsciente, ganaba valor para afrontar el complejo mundo que lo absorbía gracias a la capacidad de hacer hablar a su ego antes que a su personalidad, parecía que en poco tiempo estaría listo para abandonar completamente todos los frenos que se auto imponía y podría lograr vivir en su idílico mundo de ensueño, rodeado de las mentiras que él creía verdades.
Pero sin aviso previo, el niño creció.  Y junto a las confusiones hormonales clásicas de todo preadolescente, llegaron confusiones más complejas, propias de un sujeto que no quería entender donde estaba la separación entre real e irreal. Antes era relativamente fácil vivir en un mundo creado por completo en la imaginación -donde él era dios, rey y mejor habitante al mismo tiempo- si las tareas más difíciles de llevar en la realidad eran soportar a una madre promiscua y odiar a otros jóvenes sin razones en particular. Pero en el momento de salir al mundo, de vivir las reales experiencias que marcarían y determinarían su ser, la persona se encontró con la mayor contradicción de su vida. Resultaba que esa vapuleada realidad no era tan terrible como él quería creer que lo era. De ser un niño solitario y amargado, pasó a ser un joven con amigos, amargado aún, pero capaz de reír por cada situación. Porque su realidad estaba llena de absurdos momentos y bizarras compañías que superaban a su mentira creada.
La aparente fácil solución que se le presentó no lo dejó conforme al instante. Descubrir que todas las posibilidades inventadas por su florida imaginación eran sólo una herramienta para escapar de la cotidiana realidad de su hogar lo hicieron sentirse hipócrita. Todos aquellos sueños no eran más que una inconsciente manera de destruir la enseñanzas y marcas que su familia le dejaban, nada más necesitaba salir afuera, necesitaba compartir sus penas con otros iguales a él para sentirse pleno con la realidad que le tocaba por azar. No es que de un día para el otro empezó a amar a sus prójimos -no está en él ese sentimiento- tanto como a sus vivencias, seguía considerando pura mierda a cualquier individuo que se le cruzase, pero no podía encontrar una excusa para abandonarlos y volcarse nuevamente a una fábula porque sin saberlo, todos aquellos que lo acompañaban, le daban más satisfacción que la soledad auto impuesta.
El joven, sin embargo, no perdió su coherencia. No pasó que de un día para el otro dejó de usar su cerebro para volcarse plenamente en las reales vivencias diarias, no pasó tampoco que abandonó el deseo incontrolable de destrucción y lo cambió por un insensato estado de paz y amor, de haber sido así significaría que el sujeto que alguna vez fue ya no existiría. Y puedo asegurar que aún está presente. Pero a partir de esos años la apuesta se transformó, si la realidad podía volverse amena, o al menos divertida, debía tener la característica de estar siempre mutando, porque ante el primer indicio de rutina, se aburriría y entonces volvería a su estado de introspección y ensueño. Así se propuso vivir de la manera menos previsible, jugándose a cometer todos los errores posibles, haciendo todo mal y cagándose en absolutamente en todo lo que pudiera repercutir. El futuro estaba lejos, por el momento sólo debía preocuparse por hacer del presente una realidad tan insensata como la mentira que siempre soñó.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Vivir solo cuesta vida

Cada persona carga con sus vacios difíciles de llenar; existenciales, sentimentales, físicos o de cualquier otra índole, y todos están y hacen ruido dentro de uno. A raíz de ello se busca la manera de ocupar ese agujero negro de diferentes maneras, como los hombres de pito chico que compran autos grandes, o las señoras cornudas conscientes que sacrifican su orgullo por unas vacaciones en algún hotel de varias estrellas. En ambos casos, bienes materiales para justificar falencias. Pero también existen huecos que no se llenan con objetos, porque nacen de la duda misma de la persona -tal vez el vacio más común entre los seres humanos- por eso la religión existe y es parte de la vida cotidiana, para justificar lo injustificable, para regalar una solución barata y simple al mismo sentido de la vida.
Decidido a no creer en un dios de caricatura ni en fáciles respuestas para entender mi persona, comencé una búsqueda interior sin rumbo fijo. A causa de una imagen religiosa demasiado profunda en mis vivencias diarias, sentía que el oscuro pozo que me abarcaba se debía a la falta de una imagen santificada, a una persona a la que le debía mi lealtad y gratitud, tal como veía que los devotos lo hacían, volcando toda frustración así como agradecimiento a una figura invisible que nunca respondía, salvo que uno se convenza de lo contrario. Pero siendo yo el sujeto que buscaba, esa tarea no fue fácil. El concepto en si era totalmente contradictorio a mi deseo de destrucción e indiferencia al mundo real que nos rodeaba, encontrar una figura lo suficientemente grande y abstracta donde enfocar mi fe requería prestar atención a lo que sucedía, a escuchar y entender los mensajes que flotaban en el aire. Demasiado complejo me pareció en el momento -o sólo desgastante- razón por la cual al poco tiempo de búsqueda espiritual, me frustré como tantas otras veces había hecho con otras metas. Volvía a sentirme solo como siempre me había sentido, desesperanzado, y obviamente, vacio. Al igual que todas las veces anteriores donde abandonaba la tarea antes de empezar, me volqué en el cine para olvidar los dilemas existenciales, tal vez con una leve esperanza de encontrar allí la respuesta a la pregunta que nunca hice, como otras veces sucedió. Pero esa vez no pasó, no sentí que hubiese la suficiente cantidad (¿de qué?) para hacerme sentir en paz.
El error que en ese entonces no visualizaba estaba en que continuaba buscando una respuesta para mí solo, un dios personal que me hablara personalmente y viviera exclusivamente para satisfacerme, cuando en realidad necesitaba pertenecer, esa era la respuesta a la duda existencial. Todos quieren pertenecer, ser parte de algo más grande que ellos mismos, pero yo no podía darme cuenta de esa solución porque era directamente inversa a lo que creía correcto, la soledad y el aislamiento. Tuvo que pasar sin notarlo para llevarlo a cabo.
En las tardes perdidas de Parque Chacabuco fui gestando un amor idílico hacía la música, la imagen y el mito de Patricio rey y sus redonditos de ricota, sin caer en cuenta al principio que todos mis amigos y conocidos a mi alrededor también lo hacían. No se trataba simplemente de la constante banda sonora que nos acompañaba a cada hora, poco a poco se fue metiendo en nuestras vidas como… el dios que nos hacía falta. Empezó con la compra de los viejos discos, después fueron algunas remeras hasta el punto de no tener ninguna que no tuviese la cara del Indio Solari estampada, aparecieron las toppers, los morrales y los pañuelos sucios. La suma de horas escuchando los temas y tratando de entender las metáforas ricoteras, deshaciendo estrofas y encontrando pistas para acrecentar la leyenda que adoptábamos se habían vuelto normales, era la manera en que nosotros perdíamos el rato. En el medio, los redondos sacan su anteúltimo disco, último bondi a Finisterre; por mi edad fue el primero que compré el día que salía a la venta, y a pesar de no ser el disco más querido para el exigente público redondo, viví la emoción de reservar un ejemplar una semana antes para en el día de lanzamiento esperar ansioso a que la disquería del barrio abriera sus puertas. Luego llegaría la confirmación del fanatismo con el primer recital al que puedo asistir, Racing en el año 1998, y aunque aún no me daba cuenta, ya pertenecía completamente a una tribu, era parte de una fauna tan reconocible como lo es la ricotera, y Carlos Alberto Solari se posó en mi altar falto de santos para convertirse en el relleno de mi vacio. Y así le prometí fidelidad a mi nueva religión, fui sumándole todos los aspectos que se requerían para pertenecer de la manera debida, desde la ropa ya mencionada, pasando por la actitud de vagancia, el cartón de vino de un peso con jugo en polvo, los porros a la noche en el parque, la mugre corporal, el flequillo recto, las ganas de un tatuaje explícitamente ricotero (suerte que era tan pobre), el odio a los Ratones Paranoicos, el fundamentalismo anti chetos y todos los viernes y sábados a la Reina de sarmiento. En realidad, primero caímos en la última etapa de La Negra en Flores, un antro como pocos, donde un grupo de mocosos como nosotros veíamos a viejos trasheados reventarse hasta el desmayo, bailando rocanroles desaforados junto a sus minitas culonas con calzas coladas hasta el intestino, y alcohol, mucho alcohol y actitud de desinterés. Al poco tiempo que empezamos a ir a la Negra, cerró sus puertas para siempre, de ahí toda la fauna se mudaría a Sarmiento 777, el sótano clandestino donde funcionaba La Reina. Y ahí hicimos hogar yendo cada fin de semana, viendo las mismas caras y escuchando los mismos temas en el mismo orden cada noche. Los personajes clásicos, como el enano que siempre se embriagaba y bailaba hasta que las luces se prendían, que varias veces cayó de bruces al suelo por la borrachera, regalándonos a los presentes una carcajada valida. O los integrantes de Villanos que siempre pululaban por ahí con cara de pelotudos, o la stona ruda y grandota que todos creíamos tortillera.
En el momento no me daba cuenta que pertenecía, no creía ser parte de un montón igual. Creía que seguía siendo único. Tal vez, de haberlo descubierto en el instante hubiese renegado al respecto, pero al ser inconsciente cada día me potenciaba más. Así trabaja la fe, calando en silencio y sin aviso, porque en el momento menos pensado se hace la hora de la misa y uno no puede faltar, sino el dios se enojará. Para algunos será el domingo a las ocho de la mañana, para otros en el fin de semana a la medianoche. De todos modos, dios estaba presente y yo lo escuchaba.