viernes, 5 de marzo de 2010

Mi vieja compra Alicia en el país de las maravillas (Alice in Wonderland,1941) de la Disney. Y la mejor expresión que encuentro para explicar ese momento fue: ¡Cristo puto!
Mamá me pregunta donde aprendí eso, me encojo de hombros y digo que se me ocurrió. Que imaginación tenés nene, dijo mi vieja mirándome de reojo. Andá a la concha de tu hermana muerta, pensé pero no dije, aunque tenía razón ella al predecir que sería un erudito mental para los insultos ofensivos.

La vi doscientas veces, una y otra vez, una detrás de la otra. Se me rompieron las córneas y las hemorroides se convirtieron en visitantes asiduos.

Fue la época de Walt Disney, en ese momento se aspiraba un aire fascista en mi casa que encajaba a la perfección con la ideología escondida del ratón.
Una seguidilla de pequeñas maravillas que además no dejaron duda acerca de mi futuro sexual. La sirenita (The Little Mermand, 1992), La bella y la bestia (Beauty and the beast, 1991) Bambi (1942) y la primera película animada que veo en el cine El Rey León (The Lion King, 1994).
De todas hubo una que sobresalió, la que me hizo volar en posibilidades infinitas, la que me demostró que la oscuridad podía estar ahí a un paso. La Bella Durmiente (Sleeping Beauty, 1959) y en especial la bruja y el final cuando se convierte en dragón.
Se me llenaron los calzones de mierda al verla por primera vez. Era la maldad encarnada. Recuerdo que al terminar de verla miré a mi mamá y me reí de ella a carcajadas. Supe en ese momento que no existía nada tan malo en mi familia que pudiera superar a una vieja frígida que tiene el poder de transformarse en un dragón escupe fuego.

Mi familia pertenecía a la clase media acomodada de la década grasa. Mi viejo creía que era un ejecutivo, en realidad era un empleado, mi vieja creía que empollaba huevos de oro, en realidad era una resentida amargada que no se movía del sillón.

En mi casa no pasaba nada interesante. Necesitaba miedos, necesitaba la adrenalina que la vida no podía darme.

Siempre fui torpe para los deportes, por ende en los recreos del colegio me quedaba en un rincón. No tenía amigos, no era simpático y cuando podía me meaba encima para que nadie se me acercara.

Por buscar maneras ridículas de mantener a la gente alejada una vez me cagué encima en el aula al hacer tanta fuerza pensando que sólo saldría pis. Mis compañeros empezaron a oler mierda estancada y tardaron micro segundos en visualizar el pantalón abultado y las moscas poniendo el mantel a mis pies. Me encerraron en un círculo y me vacilaron como los niños suelen hacer, sin crueldad pero con la verdad que a veces suele mucho peor. Llamaron a mi mamá, y la hija de puta cayó con una genial idea, como no podía llevarme hasta casa así, me bañaría en el lavatorio del baño de varones dentro de la escuela. Y cierto que lo hizo. No retruqué, no me negué y por eso me llevé el recuerdo más humillante de mi corta existencia.

Ese día descubrí que ante las circunstancias trágicas jamás hay que confiar en una madre.
Necesitaba miedos, como dije. Pero tampoco la pavada.

La realidad no me provocaba la sensación de temor, mis padres no lo provocaban tampoco, no tenía abusón en la escuela que se aprovechara de mi porqué era prácticamente invisible, no me acechaban monstruos ni me querían secuestrar gitanos como decía mi vieja cada vez que veía uno. Entonces volví a mirar mi VCR.
Estúpido ¿Cómo no te diste cuenta? Todas las respuestas estaban allí.

Un buen día llega un señor rarito con un peinado más extraño aún con un mundo nuevo para mí. Tim Burton.

                                                                                                 
Veo Batman Vuelve (Batman Returns, 1992) y todo lo que creía cierto sobre éste mundo se derrumba en segundos.
En el cine Rivera Indarte, sala uno, la más grande, allí veo a Michelle Pheiffer agarrar la caja de leche y tomarse un sorbo lleno de erotismo, y eso que no tenía la más puta idea de lo que el erotismo era. La Pheiffer enloquece, rompe todo a su paso para abandonar a su aburrida y reprimida Selina Kyle y darle vía libre a Gatubela, puta incontrolable. Pero lo más llamativo no era su descontrol, no para mí al menos. Lo que me voló la peluca en sentido literal (imagínenlo) fue que era una supervillana depresiva. Su angustia y ambigüedad la tenían mal. Y cada sentimiento me calaba profundo en el corazón, la entendía y la justificaba. Ella sólo quería amor.
La película emana perfección por donde se la mire. Hoy -años después- lo reafirmo con la impunidad que la adultez me regaló. Es Burton por donde se la mire, en cada plano, en cada sombra, en cada rincón de la escena. Sus personajes están cargados de miedos, dolores y sueños de libertad imposibles.
Son los mejores villanos en la historia del cine, y quien piense lo contrario que venga y me chupe los testículos.
Danny DeVito nació para ese papel sacando el animal fuera de la piel, lo lleva hasta la credibilidad y un poco más. Y el dinamismo de los dos es una coreografía pensada a la perfección. Cuando Gatubela va a visitar al Pingüino y ofrecerle una alianza ella está acostada en la cama diciendo que tienen un enemigo en común, él la va rodeando mientras pregunta quién puede ser hasta que quedan boca frente a boca y ella dice sensualmente “Batman”. ¡Eso es arte, la concha de la lora! Y la secuencia no termina ahí, después viene la parte que Gatubela se manduca el pájaro y finaliza pidiendo permiso para darse un baño allí mismo. Magistral.

Esos mismos villanos se convierten en mis nuevos referentes. La fórmula toma forma y coherencia en mi cabeza, el antihéroe es mi héroe.


                                                                                                 
Odiaba a Buggs Bunny y su soberbia descontrolada. Necesitaba un buen disparo en el medio de los ojos para dejar de hacerse el canchero, lástima que Elmer nunca pudo dárselo. Así también siempre esperé ansioso y con un dejo de esperanza ver como el coyote atrapara al correcaminos, o como Silvestre se lastrara de una vez a Twetty. Nunca pasó, al menos hasta dejar de ver animaciones de Hanna Barbera.

De todos los secundarios a la sombra del protagonista, el mejor, el incomparable, es el Pato Lucas. Histérico, malhumorado, traicionero, egoísta, codicioso, sicótico. Una galería de características que poco a poco se fueron convirtiendo en mi descripción personal.

No creo que el Pato Lucas fuese la imagen paternal ausente, es mucho decir, pero que influyó en la personalidad al punto de moldearme en aspectos varios de mi vida sí es cierto.

El Pato Donald es otro referente, pero el inconveniente aquí es Disney, para ésta época ya lo odiaba. Su inocencia al borde de la idiotez, personajes mongólicos y afeminados como Mickey Mouse me sacaban de quicio, Goofey (Tribilín pa los amigos) superaba el rango de torpe para ser simplemente odioso. Las ardillas estaban bien, en especial con el Pato Donald porqué eran malas pero de todos modos no llegaban ni a los talones de personajes como Elmer o Sam el pirata.

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