El día que Argentina jugaba contra Alemania en la final del mundo en el año 1990, mis padres deciden juntarse con sus amigos a compartir el fanatismo patriótico, perfecta excusa para que los hombres miraran y las mujeres murmuraran por lo bajo criticando a sus maridos distraídos. En medio del partido, al cual yo no prestaba nada de atención porqué siempre fueron veintidós boludos atrás de una pelota, tres tipos se cuelan por la terraza a robar. Una de las mujeres se mete rápido al baño y llama a la policía. Se le cagaron de la risa. Pero señora, estamos en medio de la final del mundo le dijeron. ¡Nos están robando! Gritaba la histérica desde el baño. Mantengalos ahí hasta que se acabe el partido y enviamos una patrulla, le dice el oficial. Los ladrones noventosos (muy cierta la diferencia estética con los del nuevo siglo) la escucharon putear a grito pelado desde el baño y la sacaron de los pelos. Nos ataron y se llevaron todo lo que pudieron al hombro, en la calle no había nadie. Cuando se van, uno de los viejos amigo de mi papá se muere de un infarto, tal vez debido al susto o tal vez debido a una casualidad muy graciosa e inoportuna. El dueño de casa enloquece, le robaron todo y se le muere un amigo delante suyo en media hora nomás. La policía llega una hora después con el odio de la derrota estampado en las caras y ve una casa desvalijada, un muerto y un montón de minas al borde del colapso mental.
No tardé en pensar que la vida es un sinfín de absurdos sin conexión.
Cumplo siete años. Año 1991. Para éste entonces tenía una sola cosa sabida: Quiero morir viendo una película.
Mi papá comienza a desaparecer despacio como un fantasma, se pone transparente un poco más cada día. Cierta noche vi una película a través de él, sólo que descubrí que estaba delante de la tele unas horas después.
Mi mamá sufre crisis nerviosas como resfríos. Una tarde cayó desplomada con la cara al suelo delante de mí después de haber gritado y llorado durante horas vaya a saber porqué razón.
En el suelo y sin moverse lo que me dio a pensar es que había muerto, pero no me preocupé, no era un niño que se tomara las cosas trágicamente. Hoy lo recuerdo y tal vez sea cierto que algún problema mental tenía, pero en aquel entonces lo que hice fue lo más natural y sensato para mi, como mamá cayó delante de la televisión la use de sillón. Me senté sobre ella y vi ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Who framed Roger Rabbit? 1988) Fui tan feliz, hasta que mi vieja despertó y me hizo pegar el susto más grande de mi vida.
Un señor de pelos batidos y en pantalones de cuero caminando de cabeza. David Bowie en Laberinto (Labyrinth, 1986).
Me enamoré de esa imagen, la Conelly todo bien pero era otra adolescente insulsa poniendo caras de circunstancia. Era él haciendo levitar las esferas de los recuerdos en las manos, era la sensualidad de su caminar, era la voz que me llamaba a meterme en el laberinto y perderme para siempre.
Tanta ambigüedad sexual (que no tenía idea que era) me hubiese provocado una segura erección si en ese entonces mi pito entendía para que estaba en éste mundo, pero todavía era un infante.
La película es de esas que pasados años sigue funcionando a la perfección, cumple en cada una de sus metas y logra transportar al espectador a un universo propio. Y creo que es por Bowie, la inocencia boba de una historia infantil choca con la presencia de éste villano glam que regala erotismo y misterio.
Para ese tiempo no paraba de ver una película tras otra. Ya no existía nada en este mundo que calificara de interesante si no salía por una pantalla.
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