viernes, 30 de julio de 2010


No se cuanto de verdad hay en esto, pero he escuchado decir que el lugar de donde provenimos dice más de nosotros que nuestra propia personalidad.
En aquellos años de secundario, la marginalidad estaba a la vuelta de mi esquina, ni siquiera tanto, estaba en la puerta. Y aquí llego a tratar un punto delicado como es definir que es marginalidad. No me interesa ningún aspecto social que pueda encajar en estúpidas e inservibles encuestas de diarios amarillistas, menos entenderla como algo relacionado de manera exclusiva a la seguridad (o la falta de ella), no separo en colores de piel ni clases basadas en el poder económico como a Nietzsche le hubiese gustado, sólo cuento aquella realidad que alguna vez me tocó vivir. Por esos años, todo lo que conocía como prohibido por parte de mi educación se presentaba delante de mí como una opción de rebeldía. Entonces, mi concepto de marginalidad se basa en la posibilidad inmediata de romper las reglas que hasta ese momento creía correctas. El hecho que todo pasara en una zona considerada marginal por todas las otras cuestiones que antes nombré, puede ser mera casualidad.  
Mi colegio quedaba (aún queda) en Bajo Flores, desde la terraza se podía ver completo el hospital Piñero y detrás de aquel paisaje de edificios derruidos se levantaba majestuoso el cementerio de Flores, si uno se esmeraba podía llegar a leer que decían las placas en los panteones. Mirando para el lado contrario se veía a la perfección el Fonavi (Fondo Nacional para la Vivienda) del Bajo, una iniciativa de Perón en su último mandato de convertir las villas miserias en complejos de monoblocks, para que terminaran pareciendo islas aisladas del resto de la ciudad que imponían más miedo que las villas que antes existían allí.  Justamente de ahí venían los muchachos que se juntaban en la puerta del colegio todas las tardes. Tenían muchas buenas razones para estar allí: enamorar a las inocentes niñas de primer año, vaguear hasta que le salieran costras en los huevos, intimidar a los pobres pendejos asustadizos y posar en su imagen de chicos malos delante de una institución religiosa como mi secundario era. Para mí, sólo estaban para vender drogas (antes de eso, para hacerme conocer las drogas), por lo tanto todo lo demás que pudieran hacer me resbalaba. Estaba “el Soto”, “el Guille”, “Cataña”, “el cata”, “Sotito”, éste último era el hermano menor de “el Soto”, de ahí su sobrenombre. Todos ellos eran chicos buenos. Tenían una reprochable necesidad constante de portar armas, robar y matar si era necesario, pero no por ello dejar de ser los muchachos con los que te da ganas de perder el rato.

Cuando estaba en segundo año, al “Soto” le pegaron un tiro en la pierna, durante meses lo vimos llegar con las muletas a la puerta del colegio, después no lo vimos más porque había muerto de gangrena. Destino cruel. Pero la anécdota es otra, sinceramente “el Soto” me refriega los testículos. Al parecer era un picaflor como pocos, un Don Juan del Bajo Flores, un machote con mucho esperma utilizable. Al abandonar la Tierra, empezó a aparecer un desfile de chicas embarazadas, todas llevando el producto del semen de “el Soto” mezclado con un ovario activo de la chica de turno. Vuelvo al punto anterior, porque el prejuicio es una línea tan delgada que puede ser cruzada sin quererlo, y una vez que llegamos al otro lado, difícil es volver. Pienso, ¿en otro lugar las chicas hubiesen actuado de otra manera? En otro estrato social, ¿las cosas se hubiesen resuelto en paz? No lo se, no quiero saberlo en verdad, la realidad que me tocó es esta y punto (¿Vieron? Acepté mi realidad). Les pregunto a ustedes, antes de saber como continúa la historia ¿Qué hubiesen hecho si llevan un crio de un muerto y se enteran que como ustedes hay más de tres en la misma situación? Que aborten, es la respuesta más rápida. Pero el aborto es para nenas blancas que dicen estar en contra del aborto, es para hijas de padres pudorosos que prefieren pagar un aborto antes de sufrir la humillación pública de una hija adolescente embarazada. Siempre está el confesionario para lavar cualquier culpa. Para las otras, las nenas que no pueden pagarlo, queda el embarazo, la maternidad antes de los quince, queda lo que ya conocemos como marginalidad.
Sin más preámbulos, una tarde de agosto en la escuela nos enteramos que esa tarde las chicas preñadas (todas estaban el colegio) se pelearían a mano cruda por el amor del muerto. Honestamente, no es tan descabellado, la que ganara diría que “el Soto” sólo la amo a ella y ese hijo llevaría su apellido, y él no estaba para decir lo contrario, no había manera de contradecir a la muchacha vencedora. Pues, esa tarde, ahí estábamos todos expectantes: los de quinto año reían pensando en ver a cuatro nenas pelear a puño limpio, los curiosos como yo esperábamos conocer como peleaban las chicas, tal vez agarrándose los pelos y tirándose al piso entre llantos. Toda la previa era excitante, la calle estaba vacía ahí en la esquina de Zuviria y Lafuente… Bueno, vacía de vecinos y posibles policías, éramos casi doscientos pibes con uniforme de colegio en ronda esperando ver el espectáculo. Y llegaron, hablaron primero algo que nadie lograba escuchar e inmediatamente empezaron los puños. El recuerdo me asusta hoy en día, esas chicas no se tiraban de los pelos acompañadas de gritos agudos. No, esas chicas se mataban a golpes duros y patadas. Se rompían la cara, ¡y eran cuatro! Volaban trompadas para todos lados, caían dientes al piso como si nada pasara, caían con todo el peso de sus cuerpos al piso y venía otra a caerle encima y martillarle el cráneo a golpes.  El show se puso agresivo, nada cómico. Las separaron porque cualquiera podía morir en aquella pelea, y todos los presentes nos mirábamos con caras de culpa mezclada con sed de sangre. Como los romanos, pero en plena década del noventa y en Bajo Flores. Me fui a casa con necesidad de ver una película, de perderme en la nebulosa irreal que me alegraba los días, la realidad del día había sido demasiado para mí.

¿El final de la historia?  ¿Qué pasó con las chicas embarazadas?
Vamos, este es mi blog, es mi historia. La de un nene puto con miedo a salir a la calle y vivir ¿Acaso no puedo darme el lujo de bajar línea sobre lo que pienso sin medir en cuanta coherencia tenga dentro de la historia general? Es mi catarsis, mi modo de ver el mundo que me rodea y al que no le guste… al que no le guste, que no lo lea más.

martes, 20 de julio de 2010


Un breve resumen:
Fue una infancia ausente de machismo. No había modelo masculino que seguir, entonces la mujer tomó el mando y se hizo omnipresente. El niño no se convenció con ese nuevo estado matriarcal y buscó por medios alternativos, pero fue  tan decepcionante el resultado que se quedó sin imagen paternal a la que hacer referencia. Ahí es cuando llegó a un punto donde se preguntó, ¿Acaso mi madre ha sido invisible para mi? Esto que soy ¿Es producto de la casualidad y nada más? El niño descubrió que él era producto de una colección de absurdos miedos, todos caracterizados con la cara de la madre-diablo. El joven no quiso dejar de ser niño, decidió que toda mujer que se le cruzara fuese tan intimidante como él creía debían ser todas las mujeres. Por eso creció sin haber logrado comprenderlas, porque les tenía miedo.

Una mediana introducción:
En los últimos años del secundario, la época de mayor ebullición hormonal, el sexo era el tema recurrente, la cantidad, la calidad y la novedad.
Dividido así, en categorías sexuales, mi grupo estaba conformado por el chongo exagerado que todo lo cogía, el callado que todo lo cogía, el amanerado que casi no cogía, el que cogía con su novia y el que cogía cada vez que se visitaba un prostíbulo. Uno de ellos era yo.
Había una chica muy rápida en el colegio, era más chica que nosotros pero ya guardaba pijas en el expediente como para ser famosa por los pasillos. El chongo se la cogió un día, y se enteró que tenía ganas de cogernos a todos sus amigos. Por separado, claro está. Lo único que teníamos que hacer era una tarea mínima y despreocupada de chamullo sabiendo que el resultado estaba cantado. Con el orgullo en juego, acepté ser parte de la eterna humillación de la jovencita. No me preocupé, era tan malo tratando de encantar a cualquier mujer que estaba seguro que jamás llegaría a la cama con ella. En dos semanas ya se había enredado con tres de mis amigos, me tocaba el turno a mí y fui convencido que la cagaría con sólo abrir la boca, podría ser la más puta pero seguía siendo una nena y si yo era lo suficientemente lelo como creía serlo, ella no sabría como avanzar. Pero ella quería coger, nada más. No le importó mi falta de palabras, le pareció simpático. Esa tarde me dijo que a la salida del colegio fuera a la casa, que no había nadie.  

Una no tan breve anécdota:
Ahí estaba ella, uno de mis tantos fallidos intentos de pertenecer a la exclusiva elite heterosexual. Estaba desnuda, con las piernas abiertas, diciendo en un grito agudo y exasperante mientras se retorcía las tetas “Cojamos ya”. Yo no podía,  una extraña culpa moral me invadía pero era la pija a medio morir la imposibilidad real.
Demasiado agujero lubricado.
Ella gemía y decía ¿Tenés ganas? Empecé a tener asco de esa cueva y los colgajos de carne a su lado. Comencé a preguntarme si esos labios carnosos serían capaces de morderme la pija si lograba meterla por ahí.
¿Pasa algo?, me preguntaba.
Todo, pasa todo, pensé yo.
La vulva latía y ella seguía jugando con sus pezones como tirabuzones. Pensé en comerla, pero la sola idea me provocó tanto asco que la pija media muerta pasó a un estado vegetativo automático. Llenarme la boca de aquel flujo pegajoso que borboteaba de su entrepierna no era la mejor que se me podría haber ocurrido. Colé dedos entonces. Junté el índice con el dedo mayor. Junté aire para evitar la arcada. Y le di. El dedo pulgar hacía arriba dibujando una pistola mágica que se apoyaba a la perfección sobre la pared vaginal impunemente peluda, mientras los otros dos dedos se enterraban en la masa húmeda interna. Empujé, saqué, volví a meter. Trazaban un círculo dentro. Le hacía cosquillas en la punta del útero. La loca gritaba. Me agarraba los pelos y empujaba mí cabeza hacía delante 
¿Estás loca?, acabo de decir (no en voz alta seguramente) que no voy a meterme eso en la boca. Tu concha es sucia y  olorosa como todas las demás. Continué haciendo bailar mis dedos adentro suyo y la pendeja calentona me pedía a gritos que le saque esos dedos de ahí y le metiera la pija. Pero ella no podía ver el estado en que se encontraba mi pito, de tan metido para dentro parecía que iba a terminar saliéndome por el culo.
No puedo meterle esto, ni siquiera va a entrar. Me la voy a aplastar al intentarlo, pensé.
Saqué los dedos empapados en flujo viscoso. Los miré de cerca. Una gota densa y pesada empezó a resbalar por el dedo índice. Recorrió la palma de la mano ante mi espantada atención. Nada sutil me limpié sobre su panza y le sonreí.
¿Estás bien?, se la veía intrigada. Buscó la pija entre mis piernas, no me di cuenta al instante. Antes de poder esconder la patética salchicha flácida de sus manos, ya la había atrapado. Podía estar fingiendo el mínimo de placer e interés en ella, pero no por eso bajar la guardia de mi machismo y regalarle la imagen de mi nula excitación.
Relajate, no hay problema, me dijo.
Lo se, es que me siento un tonto, le respondí, y supe que merecía un oscar de la academia por el modo.
Vamos a quedarnos así, abrazados, dijo en toda su condescendencia.
Putisima madre de Dios, dije para adentro. Aunque admito lo mucho mejor que esa opción era frente a la otra posibilidad de intentar cogerme a esa chica que en mi cabeza era el ídem a una bolsa de porotos. Y la abrasé. Y hablé de incoherencias varias y gratuitas hasta que me quedé dormido. Y soné con un océano de pijas donde un barco naufragaba, pero la gente no moría porque flotaba entre millones de penes esponjosos. Yo estaba ahí, en el medio del tumulto.
Desperté con el extraño sueño y la vi al lado, dormida con la boca abierta y la baba caida a un costado. Ese día me propuse nunca más confiar en un agujero que esté delante.

martes, 13 de julio de 2010


Recuerdo la adolescencia como un conjunto de situaciones abarcadas en una brecha de tiempo exacta que duró de cierto día a cierto otro, donde una mañana dejé de ser un adolescente y me convertí en adulto, sin más. Se me hace casi imposible fragmentar los hechos de modo que aquellos años vividos guarden una coherencia inevitable y fundamental para encontrarle sentido al presente. Mezclados y desordenados llevo los recuerdos de toda una etapa, como un gigantesco bolillero lleno de  situaciones que van siendo escupidas a la memoria por obra y gracia del azar sin una razón o lógica.  
No estoy seguro si mi primera experiencia sexual fue antes o después de haber fumado mi primer porro, tampoco si probé la homosexualidad antes o después de haber tenido un hijo, no recuerdo si cometí mi primer delito antes o después de haber estado preso por vez primera y menos si me enamoré de verdad antes de haber llorado por alguien, dudo de haber escuchado un disco completo de The Rolling Stones antes de volverme un stone, no se si aprendí a cocinar una milanesa antes o después de irme a vivir con una novia obsesiva, obesa y evangelista, no tengo idea si empecé la adolescencia aburrido o si me aburrí al finalizarla.
Es un modo fácil de sobrellevar la causa y efecto. Permite librarme de cualquier malestar por haber provocado un inevitable estigma en mi adultez y me mantiene convencido que la culpa es de la casualidad y sus imprevistas vuelta de tuerca. 

Yo no lo provoqué, fue mala suerte.

Pero eso deja en paz mi alma sólo en partes, porqué la necedad tiene sus límites, hasta para mí. No recordar el cronograma de hechos que hicieron al ser que ahora escribe lo convierte en un bastardo sin historia, me convierte en un hombre sin justificación. Estoy porqué estoy, sigo porqué hasta ahora nadie me dijo que abandone. ¿Dónde quedó el Héroe? ¿El villano? ¿El dios? A eso mismo me refiero, no se si los abandoné antes o después de darme cuenta que no era ninguno de ellos.
La vez anterior escribí que sólo en una cosa no quería convertirme, un adolescente perturbado y aburrido. Pues en eso me convertí, pero no recuerdo exactamente porqué. A la distancia sólo guardo la certeza que en el primer año en secundaría ya era  un púber amargado y rencoroso y no cambié en los sucesivos años juveniles. Sin preámbulos, metí todos esos adorables sueños infantiles de muerte y destrucción en una bolsa negra de consorcio y a la mierda la lancé. De un día para otro ya no quería ver el mundo destrozado, ni a mi madre muerta, no me interesaba ver a mis enemigos imaginarios despellejados ni me imaginaba a mí como un invencible justiciero de la nada. Simplemente viví, día a día sin vacilación. Juntando recuerdos y guardando sin referencias en el archivador, conciente que ya no existirían más enseñanzas en cada experiencia.

Hoy, la falta de línea argumental de mi pasado no me afecta. Con el tiempo aprendí a mirar para atrás con cariño, cierta gracia y sin nostalgia. Porque en definitiva seguía siendo igual pero sin las alucinaciones (sueños, esperanzas, delirios) del niño existencialista. Los miedos acerca de la realidad-mentira seguían siendo los mismos y el cine seguía siendo mi mejor amigo y aliado, pero la diferencia estaba en que ese momento (la adolescencia) no dedicaba tiempo a estar a solas conmigo. Aquí vuelvo a un punto anterior, no recuerdo si me enemisté con mi persona porque comencé a usar drogas o comencé a usar drogas porque me enemisté con mi persona.
Pero no solo de drogas he vivido. Es más, siendo sincero, hasta los dieciséis no me drogué como corresponde (en cantidad y calidad). El conjunto de esos años me dio muchas otras cosas más allá de las ya mencionadas drogas y las demás obvias como el sexo, la noche o Family Guy.
Me dio amigos, y una buena cantidad de miserables anécdotas que no deberían ser contadas.
Así me despedí de la infancia, relegándola a un costado en la historia de mi vida, todo porque no fui capaz de creer en que todo lo que deseaba podía pasar. Me llevé encima los traumas y los odios y dejé guardada la seguridad que algún día le iba a dar al mundo entero bien por el culo. De todos modos, ese pensamiento no lo perdí, pero a partir de ese momento lo enfoqué en proporciones más chicas.
Quizás el montón desprolijo de recuerdos  haga que la balanza entre momentos buenos y momentos patéticos sea justa. Al menos que parezca.


lunes, 5 de julio de 2010




Faltaban dos meses para comenzar el colegio secundario. Por esos años, el calentamiento global y sus notables consecuencias no eran temas comunes ni conocidos, yo andaba todo el día en pantalones cortos y remera sin sofocarme por los calores pero tampoco refrescándome en alguna pileta. Parque Chacabuco abría las puertas de su natatorio público por la temporada estival, se parecía mucho a ¡Cuidado! Hércules Vigila (The Sandlot, 1993) En esa película un viejo recuerda sus divertidos e inocentes años de infancia, los cuales transcurren en la década del cincuenta y tienen muchas escenas en la pileta porque también transcurre en verano como este relato. Igual que en el film, pero con sus notables diferencias dado que una cosa es Estados Unidos cinco décadas atrás y otra muy diferente es Buenos Aires finalizando los noventa. En vez de una salvavidas simpática, rubia y de prominentes pechos juveniles a la que todos los mocosos le dedicaban su idílico amor había (aún hoy está el mismo) un bañero de bigotes tupido, maya ajustada resalta bultos y panza peluda. No era pederasta aunque su imagen jurara lo contrario, se pasaba el día completo buscando mamás divorciadas a las que seducir con su aroma a macho desgastado. En vez de una pandilla de pendejos colorados y pecosos que corrían alrededor de la piscina había una pandilla de pendejos tenebrosos y grasosos que robaban las monedas de los más pequeños. En vez de agua limpia y transparente había un caldo cultivado y marrón donde nadar. En vez de madres pulposas en bikinis sugerentes había madres obesas, sin pudor alguno, en bombacha y corpiño. Ahora que lo pienso no se parecía en nada salvo en ser una pileta pública de barrio, pero que me importa a mi si ya dije que no me refrescaba en ninguna. Ni siquiera salía de mi casa. La introducción está para algo, pero la historia va hacía otro lado.


Después de haber vivido ciertas experiencias en los últimos meses tenía un temor creciente en mí, era un miedo a que la fantasía perdiera fuerza frente a la realidad. En mi memoria tenía recuerdos más vividos de los curas chupando pija adolescente que de Samuel L. Jackson en traje negro, y eso me tenía mal. Me aterraba la idea que el cine no pudiese superar la cruda y espantosa vida real. De todos modos seguía pasando los días encerrado con el ventilador en la cara y el VHS encendido las veinticuatro horas. Fue por ese verano que empecé a jugar con los subgéneros, tal vez buscando aquel que me devolviera la certeza que la vida era tan aburrida como siempre prometió serla.
Gracias a Misery (1990) me meto en el suspenso básico e intimo. Recordar a Kathy Bates rompiendo las piernas del pobre lisiado James Caan me logra poner nervioso todavía. La gorda es uno de los personajes más siniestros que hayan existido, su calma para actuar, sus apariciones por detrás de las puertas en medio de la noche, su rostro delatando la locura que en cualquier momento puede estallar y todo se irá al carajo si sucede. Kathy Bates es una grosa como pocas, pero ¿Qué más? Para viejas locas donde depositar mis miedos absurdos seguía teniendo a mi mamá en el cuarto de al lado.  

En esas noches vi por primera vez El silencio de los inocentes (Silence of the lambs, 1991), otra obra maestra del suspenso lento y cuidado, basado en la fuerza de los personajes y sus miserias humanas más que en situaciones con sangre y persecuciones. Anthony Hopkins es lo que todos ya saben, un actor único capaz de hacer una marca registrada solo de rechinar los dientes. La película en total es lo que todos ya saben también; oscura, profunda e inquietante. Personajes así me regalaban la esperanza que el celuloide aún podía depararme sorpresas, pero faltaba un tanto. No creo que un psicólogo caníbal apareciera en cualquier lado, pero tampoco era imposible que pasara. Tuvimos en la Argentina un dentista que mató a escopetazos a toda su familia y tenía una amante bruja que hacia Vudú. Barreda no será Hopkins, pero hay que admitir que tiene onda con esa cara de enfermo reprimido. Mete miedo de verdad.
Luego vería Los sospechosos de siempre (The Usual Suspects, 1995) y Pecados Capitales (Seven, 1995). Excelente dupleta de Kevin Spacey. Ambas, aunque diferentes entre sí, son zarpadas películas de suspenso psicológico que mantienen en vilo al espectador durante todo el rato. Y Morgan Freeman es lo más donde esté, pero si es un policía viejo y calmo, mejor aún. Estaba contento con las películas vistas, pero la incertidumbre continuaba.
Así llego a relacionar con el principio de la historia. Mi madre apareció cierto día a obligarme a ir a la pileta, creía ella que estar todo el día mirando el accionar de asesinos psicópatas podría hacerme mal. Pobre idiota.
Me dio plata para pagar el abono del lavatorio público y algo más para comprar el almuerzo. La cantidad de plata necesaria para entrar al cine, recuerden que en aquellos hermosos años la entrada al cine salía 7 míseros pesos. 3.50 al primer horario. Entonces me rateé de un día bajo el sol para encerrarme en la cálida y amable oscuridad de una sala cinematográfica. Y como caída del cielo aparece como posibilidad para ver, Scream (1996). Ahí estaba, frente a mi gran nariz, la respuesta a mis plegarias. Toda esa sangre, todos esos adolescentes idiotas corriendo, todo ese humor estúpido pero efectivo. Recuerdo mi emoción y alegría, estaba extasiado de placer por el gore naif. Nacer a mediados de los ochenta significó haber crecido con el género de terror muerto, desaparecido, relegado al directo a video con bostas baratas e insoportables. Las grandes maravillas del terror se habían acabado, en los noventa casi ninguna se estrenó en cines y prometía seguir así hasta que Wes Craven nos dejó con el culo alegre. Volvía con todo, criticando el mismo origen del cual provenía, riéndose de los lugares comunes y no dejando de hacerlos sin embargo. 
Como todo éxito, no quedó ahí. Lo que fue una idea original se transformó en una franquicia, además de hacer nacer el subgénero de asesinos disfrazados mata tetonas versión siglo 21. En poco tiempo aparecería el pescador fantasma de Se lo que hicieron el verano pasado (I know what you did last summer, 1997) y el asesino con un abrigo oscuro con un borde de piel alrededor de la capucha de Leyenda Urbana (Urban Legend, 1998). Como todo éxito, lograron usarlo hasta el cansancio y la estupidez. Jóvenes Brujas (The Craft, 1997) es un claro ejemplo. Hasta Robert Rodriguez se tentó con la idea de hacer plata fácil, Aulas Peligrosas (The Faculty, 1998) juega con el tema repetido pero le mete su marca drogona ya que acá los malos son los profesores que vienen del espacio exterior (Berp). Y las malditas secuelas eran peor, Todavía se lo que hicieron el verano pasado (I still know what you did las summer, 1999) no tiene razón de ser, es Muy mala. Pero me contradigo al instante de decirlo, Scream 2 (1997) me gustó, hasta un poco más que la primera. Creo que en el caso de Scream, lo que vale -además de haber renacido el género- es su capacidad de avisar de antemano lo que se va a ver. Como dije antes, juega con lo conocido, riéndose de sus escasas posibilidades. No puedo enojarme ni criticar Scream, nos dio mucho. Porqué cuando se agotaron las posibilidades, se acabó como todo. Pero pienso que no hubiese sido posible sin la película de Craven que un día Danny Boyle hiciera Exterminio (28 days later, 2002) y renaciera el subgénero de zombies. Larga vida al dios Wes.
Sin embargo, siempre tenía que buscarle el pelo al huevo. No tenía ni la más puta idea que carajo quería ser en ese momento. Tenía dudas existenciales como cualquier joven confundido ¿Quería ser un dios, quería ser un  héroe, quería ser un asesino de saco y corbata o quería ser un serial killer disfrazado? Lo que claramente no quería ser era un adolescente perturbado y aburrido, aunque sí estaba sucediendo.