lunes, 5 de julio de 2010




Faltaban dos meses para comenzar el colegio secundario. Por esos años, el calentamiento global y sus notables consecuencias no eran temas comunes ni conocidos, yo andaba todo el día en pantalones cortos y remera sin sofocarme por los calores pero tampoco refrescándome en alguna pileta. Parque Chacabuco abría las puertas de su natatorio público por la temporada estival, se parecía mucho a ¡Cuidado! Hércules Vigila (The Sandlot, 1993) En esa película un viejo recuerda sus divertidos e inocentes años de infancia, los cuales transcurren en la década del cincuenta y tienen muchas escenas en la pileta porque también transcurre en verano como este relato. Igual que en el film, pero con sus notables diferencias dado que una cosa es Estados Unidos cinco décadas atrás y otra muy diferente es Buenos Aires finalizando los noventa. En vez de una salvavidas simpática, rubia y de prominentes pechos juveniles a la que todos los mocosos le dedicaban su idílico amor había (aún hoy está el mismo) un bañero de bigotes tupido, maya ajustada resalta bultos y panza peluda. No era pederasta aunque su imagen jurara lo contrario, se pasaba el día completo buscando mamás divorciadas a las que seducir con su aroma a macho desgastado. En vez de una pandilla de pendejos colorados y pecosos que corrían alrededor de la piscina había una pandilla de pendejos tenebrosos y grasosos que robaban las monedas de los más pequeños. En vez de agua limpia y transparente había un caldo cultivado y marrón donde nadar. En vez de madres pulposas en bikinis sugerentes había madres obesas, sin pudor alguno, en bombacha y corpiño. Ahora que lo pienso no se parecía en nada salvo en ser una pileta pública de barrio, pero que me importa a mi si ya dije que no me refrescaba en ninguna. Ni siquiera salía de mi casa. La introducción está para algo, pero la historia va hacía otro lado.


Después de haber vivido ciertas experiencias en los últimos meses tenía un temor creciente en mí, era un miedo a que la fantasía perdiera fuerza frente a la realidad. En mi memoria tenía recuerdos más vividos de los curas chupando pija adolescente que de Samuel L. Jackson en traje negro, y eso me tenía mal. Me aterraba la idea que el cine no pudiese superar la cruda y espantosa vida real. De todos modos seguía pasando los días encerrado con el ventilador en la cara y el VHS encendido las veinticuatro horas. Fue por ese verano que empecé a jugar con los subgéneros, tal vez buscando aquel que me devolviera la certeza que la vida era tan aburrida como siempre prometió serla.
Gracias a Misery (1990) me meto en el suspenso básico e intimo. Recordar a Kathy Bates rompiendo las piernas del pobre lisiado James Caan me logra poner nervioso todavía. La gorda es uno de los personajes más siniestros que hayan existido, su calma para actuar, sus apariciones por detrás de las puertas en medio de la noche, su rostro delatando la locura que en cualquier momento puede estallar y todo se irá al carajo si sucede. Kathy Bates es una grosa como pocas, pero ¿Qué más? Para viejas locas donde depositar mis miedos absurdos seguía teniendo a mi mamá en el cuarto de al lado.  

En esas noches vi por primera vez El silencio de los inocentes (Silence of the lambs, 1991), otra obra maestra del suspenso lento y cuidado, basado en la fuerza de los personajes y sus miserias humanas más que en situaciones con sangre y persecuciones. Anthony Hopkins es lo que todos ya saben, un actor único capaz de hacer una marca registrada solo de rechinar los dientes. La película en total es lo que todos ya saben también; oscura, profunda e inquietante. Personajes así me regalaban la esperanza que el celuloide aún podía depararme sorpresas, pero faltaba un tanto. No creo que un psicólogo caníbal apareciera en cualquier lado, pero tampoco era imposible que pasara. Tuvimos en la Argentina un dentista que mató a escopetazos a toda su familia y tenía una amante bruja que hacia Vudú. Barreda no será Hopkins, pero hay que admitir que tiene onda con esa cara de enfermo reprimido. Mete miedo de verdad.
Luego vería Los sospechosos de siempre (The Usual Suspects, 1995) y Pecados Capitales (Seven, 1995). Excelente dupleta de Kevin Spacey. Ambas, aunque diferentes entre sí, son zarpadas películas de suspenso psicológico que mantienen en vilo al espectador durante todo el rato. Y Morgan Freeman es lo más donde esté, pero si es un policía viejo y calmo, mejor aún. Estaba contento con las películas vistas, pero la incertidumbre continuaba.
Así llego a relacionar con el principio de la historia. Mi madre apareció cierto día a obligarme a ir a la pileta, creía ella que estar todo el día mirando el accionar de asesinos psicópatas podría hacerme mal. Pobre idiota.
Me dio plata para pagar el abono del lavatorio público y algo más para comprar el almuerzo. La cantidad de plata necesaria para entrar al cine, recuerden que en aquellos hermosos años la entrada al cine salía 7 míseros pesos. 3.50 al primer horario. Entonces me rateé de un día bajo el sol para encerrarme en la cálida y amable oscuridad de una sala cinematográfica. Y como caída del cielo aparece como posibilidad para ver, Scream (1996). Ahí estaba, frente a mi gran nariz, la respuesta a mis plegarias. Toda esa sangre, todos esos adolescentes idiotas corriendo, todo ese humor estúpido pero efectivo. Recuerdo mi emoción y alegría, estaba extasiado de placer por el gore naif. Nacer a mediados de los ochenta significó haber crecido con el género de terror muerto, desaparecido, relegado al directo a video con bostas baratas e insoportables. Las grandes maravillas del terror se habían acabado, en los noventa casi ninguna se estrenó en cines y prometía seguir así hasta que Wes Craven nos dejó con el culo alegre. Volvía con todo, criticando el mismo origen del cual provenía, riéndose de los lugares comunes y no dejando de hacerlos sin embargo. 
Como todo éxito, no quedó ahí. Lo que fue una idea original se transformó en una franquicia, además de hacer nacer el subgénero de asesinos disfrazados mata tetonas versión siglo 21. En poco tiempo aparecería el pescador fantasma de Se lo que hicieron el verano pasado (I know what you did last summer, 1997) y el asesino con un abrigo oscuro con un borde de piel alrededor de la capucha de Leyenda Urbana (Urban Legend, 1998). Como todo éxito, lograron usarlo hasta el cansancio y la estupidez. Jóvenes Brujas (The Craft, 1997) es un claro ejemplo. Hasta Robert Rodriguez se tentó con la idea de hacer plata fácil, Aulas Peligrosas (The Faculty, 1998) juega con el tema repetido pero le mete su marca drogona ya que acá los malos son los profesores que vienen del espacio exterior (Berp). Y las malditas secuelas eran peor, Todavía se lo que hicieron el verano pasado (I still know what you did las summer, 1999) no tiene razón de ser, es Muy mala. Pero me contradigo al instante de decirlo, Scream 2 (1997) me gustó, hasta un poco más que la primera. Creo que en el caso de Scream, lo que vale -además de haber renacido el género- es su capacidad de avisar de antemano lo que se va a ver. Como dije antes, juega con lo conocido, riéndose de sus escasas posibilidades. No puedo enojarme ni criticar Scream, nos dio mucho. Porqué cuando se agotaron las posibilidades, se acabó como todo. Pero pienso que no hubiese sido posible sin la película de Craven que un día Danny Boyle hiciera Exterminio (28 days later, 2002) y renaciera el subgénero de zombies. Larga vida al dios Wes.
Sin embargo, siempre tenía que buscarle el pelo al huevo. No tenía ni la más puta idea que carajo quería ser en ese momento. Tenía dudas existenciales como cualquier joven confundido ¿Quería ser un dios, quería ser un  héroe, quería ser un asesino de saco y corbata o quería ser un serial killer disfrazado? Lo que claramente no quería ser era un adolescente perturbado y aburrido, aunque sí estaba sucediendo.
 

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