Enero de 1995. La televisión era un bombardeo de propagandas para las presidenciales de ese año, la suma de verano más apogeo menemista resultaba en un aburrimiento crónico y creciente salvo por ciertos milagros ocurridos. El primero aparecía en el cable a mitad del año anterior al que estoy contando (1994 para los más distraídos), un canal dedicado a la música. MTV Latinoamérica asomaba y hacía nacer una nueva generación a sus pies. El segundo milagro era la primer novela que me fumo completa y esperando cada capítulo con ansiedad, Amigovios. Las patéticas aventuras de los purretes en la colonia de verano, en especial el baile del principio al compás de Nicole Neumann cantando bajito y desafinado junto al descubrimiento de bandas extranjeras y música de verdad que superaban por bastante lejos al cassette de Circo Beat que guardaba con vergüenza en mi colección provocaron en mí un desenlace inesperado. No me volví simpático ni sociable, menos se me ocurrió la idea de tener amigos. La junta de hormonas, Rock & Roll e historias de amor tímidas hicieron que tuviese mi primer erección seguida de mi primer masturbación. Glorioso verano preadolescente. Faltaría a la verdad si asegurase que fue en particular lo que resultó en el descubrimiento de mi pito, no creo haya sido las mayitas de las chicas en la pileta ni los brazitos casi desarrollados de los nenes, tal vez haya sido Kurt Cobain, o Madonna revoleando su cajeta por los aires. No lo se, por ese entonces recién comenzaba a confundirme con la sexualidad y todas sus variables. Pero cuanta felicidad al comprobar que con un simple y mecánico movimiento de manos hacía arriba y hacía abajo sobre mi pene podía provocarme una descarga de tranquilidad y relajo –efímera pero suficiente- en la más completa soledad. Una vez descubierta la auto satisfacción creí que podría vivir para la eternidad encerrado en mi habitación a base de televisión y pajas. No buscaba ninguna imagen en especial, ni siquiera poses sugerentes o alguna boca de labios carnosos ideales para lamer pollas, simplemente me tocaba una y otra vez espiando a los nuevos personajes que habían ingresado a mi vida.
Pero al mismo tiempo que comenzaba
el descubrimiento de mi anatomía sucedió algo que no estaba en mis planes. La
vez anterior conté (o adelanté) como el año 1995 es el año en que me cambiaron
de colegio. Existió una razón específica por la cual mi madre –muerta en mi
imaginación pero demasiado viva en el mundo real- decidió el cambio, una
cuestión de lavado cerebral barato por parte de una vecina que era maestra y su
discurso anti educación pública que caló hondo en la mente de la señora que me
parió. Sin más vueltas que esa decidió que era hora de abandonar el guardapolvo
blanco para dar lugar a la imagen de sobriedad y cultura que la familia
necesitaba, una corbata, zapatos y la camisa dentro del pantalón ¿La educación
en si? Bien gracias, mi madre no tenía idea si el colegio en cuestión era de
buen nivel académico o enseñaban a coser bufandas pero que la apariencia era de
un jovencito educado lo era.
Ya había tomado la comunión en la iglesia del barrio, sin embargo tanto yo como mi madre que me obligó a hacerlo éramos consientes de lo poco trascendente del hecho. Era costumbre típica de las familias aburguesadas que abrazan el catolicismo de modo figurado sin conocer en lo más mínimo los pormenores de tomar un trago de vino y comer una masa sosa dada por el cura de turno. Catequesis una vez por semana durante un año no es tan tortuoso, nunca presté atención a lo que sucedía en dichas clases, menos a los mensajes de muerte y venganza escondidos en fábulas románticas que solían contar la vida del tal Jesús. Pero la idea de ser acechado a diario por estos sujetos si me traía mal, la idea de conjugar colegio más religión me aterraba. Hasta ese momento mi concepto de dios, diablo, cielo e infierno se basaba principalmente en El Exorcista (The Exorcist, 1972), La Profecía (The Omen, 1976), Los Diez Mandamientos (The Ten Commandments, 1956) y Jesucristo Superstar (1973). Por ende creía que Dios era un sujeto aburridísimo que le mandaba tareas a barbudos más aburridos que él porque tenía un hijo boludo que sólo cantaba y bailaba y no quería ser como el padre, entonces el diablo, que no era tan aburrido, se divertía metiéndose en el cuerpo de jovencitas para colarse crucifijos mientras Jesús seguía bailando y cantando y dios se agarraba la cabeza pensando en todo lo que hizo mal. Luego, de tanto bailar, hartó a medio mundo y lo mandaron a cagar fuego. Entonces dios dijo que ni en pedo permitía que volviera a la casa hasta que no supiera ser un hombre y se dejara de pelotudear con esa idea de ser una estrella y lo resucitó para que no lo molestara en su casa celestial. Pero Jesús, como muchos artistas vagos, volvió a la casa del padre cuando se quedó sin más trabajo y hasta el día de hoy –un poco más de dos mil años después- sigue siendo un mantenido.
Sin irme por las ramas, pasó el verano del amor (record de masturbación) y llegó marzo. Comenzaban las clases.
“Por mí se va a la ciudad del llanto; por mí se va al eterno dolor (…) Antes que yo no hubo nada creado, a excepción de lo inmortal, y yo duro eternamente. ¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!”
Las mismas palabras que se encuentran en la puerta del infierno que Dante supo recrear en su Divina Comedia están grabadas en la entrada de lo que fue mi colegio. Arriba del busto de un monseñor que le da nombre al instituto, Stillo. Paradójico ¿No?
Primer día de clases, sexto grado. Mi primera idea fue crear de esa situación agobiante una solución amena. Me pajeé en el colegio, pero me descubrieron rápido y sin esfuerzo. Empezaba mi cruzada católica con el pie izquierdo.
Continuará…
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