En diciembre del año 1994 terminé con éxito el quinto grado de la primaria. Podría contarles como los largos días de verano me convirtieron en el perfecto antisocial. Podría contarles, por ejemplo, las tardes en que salía a la calle a gritarles a mis vecinos que no jugaran a la pelota en mi puerta. Podría contarles como mis vecinos -adorable banda de mocosos que no superaban el metro cuarenta, igual que yo en ese entonces- creían graciosa mi actitud altanera, tanto como para usar la fachada de mi hogar como baño, tumba para perros aplastados por el colectivo de la línea 7 que pasaba por allí, más baño, deposito de cualquier tipo de basura apestosa y podrida, mucho más baño, entre otras. Podría relatarles las mil posibles venganzas que tenía planeadas, excéntricas y divertidas, todas incluían un acto de espionaje y una secuencia de acción que usualmente me tenía a mí derribando decenas de pendejos impertinentes sólo con mis puños. Podría admitir que todas esas venganzas jamás fueron llevadas a cabo, la cruda verdad es mi persona espiando por las rendijas de la cortina de la ventana, consiente que estaban cagando en mi puerta e imposibilitado (aterrorizado) de enfrentarlos. Podría derivarme contando como años después me desquité de sus abusos gracias a una casualidad absurda en mi adolescencia. Derivarme así, con la historia. Ya me adentraré en profundidad en esos años de autodestrucción inconsciente y búsqueda espiritual pero por ahora continúo con la historia de manera resumida. Tenía dieciséis años y en mi casa se hacía fiesta; fiesta en mi casa significaba mucha gente que no debía estar ahí, gente extraña y fuera de lugar entre niños inocentes –comparados con las perversiones que estos sujetos cargaban- que lo único que querían hacer era tomar alcohol hasta ver a dios en persona. En esa mezcla macabra se encontraba un petiso muy simpático, se vestía con botas tejanas y camisas rosas dentro del pantalón, sacaba el pecho para afuera pero no podía esconder su panza ovalada y prominente tratando de escapar de su prisión de algodón. Le decían el negro (no voy a decir nombres, tengo miedos comprensibles) por su evidente tez morena. Todos le tenían miedo, no por su actitud dominante o un respeto confundido y transformado en poder, le tenían miedo porqué estaba loco; además era un pelotudo. La combinación de estas dos características hacía que todo aquel que le hablase se manejara por una acción casi compulsiva de afirmar y asentir cada palabra salida de la boca de él. Entonces, el negro está en la puerta de mi casa en medio de esa fiesta presumiendo su auto nuevo y bla bla, cuando mis vecinos (ya todos adolescentes como yo) están saliendo de la casa ubicada justo frente a la mía. Los mira, todos y cada uno de ellos les cae gordo, dice que los va asustar un poco porqué sí, nadie le dice que no está bien lo que está pensando, agarra el arma que tenía en su guantera y sale disparado a increparlos a los gritos haciendo volar una pistola por su cabeza. Se pegaron el susto de sus vidas, salieron corriendo para todos lados. Pero el negro no se cansaba fácilmente, él quería disparar ahora que ya tenía al arma en la mano. Y nadie le dijo que no estaba bien lo que estaba a punto de hacer. Durante años las fachadas de las casas en mi cuadra llevaron los agujeros estampados en sus frentes, nunca vi tantos policías juntos en una sola cuadra como aquella noche, nunca más dejé que un psicópata armado se refugie en mi casa cuando ve llegar al cuerpo policial. Menos de actuar como rehén ni de esperar 18 horas adentro a ver si se calmaban los polis (él creía eso). En fin, me dejé llevar por la historia y eso no quería hacerlo. Pero dejar una historia sin contar el final no esta bien ¿Cierto?
El punto era diciembre del año 1994. Pero ya me fui muy lejos como para empezar la historia que debía ser: cuando me obligaron a asistir a la puta escuela católica y esos portadores de libido reprimido llamados curas torturaron mi mente durante años con lecciones moralistas y fascistas sacadas de la Biblia. No señor, en este Maximiliano egocentrista y petulante no hay espacio para otro dios, menos para uno tan egocentrista y petulante como lo es el católico. Aunque guardo un bello recuerdo de El pájaro canta hasta morir, la miniserie con Richard Chamberlain al palo durante cada capítulo.
Ya habrá tiempo para contarles como pasé del paraíso de la educación pública a las garras del infierno católico, por ahora esto es lo que hay.
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