Las opciones en las noches podían ser: cenar en familia mirando Mi Cuñado con Ricardo Darín antes de ser el ACTOR argentino o fingir un cansancio devastador a causa de la escuela que me permitía irme a la cama temprano para ver televisión sin el ojo penetrante de mi madre.
Por esos años me cruzo con una oleada de actores mediocres jugando a ser directores de grandes superproducciones.
Kevin Costner se muda al lejano oeste para aburrirme en Danza con Lobos (Dance whit wolfes, 1990). La dirección puede ser decente, su actuación es bosta de cerdo. Tipo chato e incapaz de transmitir sensaciones en un bodrio que nunca acaba. Ganó un Oscar como director y una nominación como actor, con el ego levantado y la creencia que era bueno en lo que hacía, años después se despacha con El Cartero (The Postman, 1995), la obra épica más aburrida de la década. Se gana el odio de Hollywood, bien merecido.
Mel Gibson abandona a Danny Gloover para dirigir y protagonizar la historia de un escocés calentón y orgulloso en Corazón Valiente (Braveheart, 1995). También se lleva el Oscar como director, pero como actor no tenía modo de dibujarla. La película acompañó mis tardes de sábado solitarias durante años gracias a que Telefé se convertía en el canal fundamentalista de la repetición sin escrúpulos.
El Gibson gritando ¡Freedom! se vuelve un clásico, también los culos peludos hostigando al enemigo y la cara pintada mitad blanca mitad azul. Pero la película tiene otro momento memorable y es cuando degüellan a la mujer delante de su cara porqué no quiere entregarle la cola a los ingleses. Buena cortada de cuello, buena expresión de la minusa, buena angustia sufrida por Wallace (No Marcelus). Si la tortura del final hubiese sido Gore -con las tripas del escocés volando para todos lados- la película pasaría a ser perfecta, pero como no pasó así sólo la considero buena. Y gracias.
El Maestro (sí, con mayúscula) Clint Eastwood dirige y protagoniza Los Imperdonables (Unforgiven, 1992), es el primer western que veo y el único que me gusta, por eso no voy a hablar de ese género que tan poco conozco y tanto aburrimiento me provoca. La lentitud y el cuidado de los personajes hicieron del film una obra maestra. Eastwood, Gene Hackman y Morgan Freeman son el trío perfecto para esa historia de gente olvidada por la vida buscando redimirse a último minuto. Cada plano es más hermoso que el anterior, cada escena es más poderosa que la anterior, todo está por una razón, no sobra nada.
Pero llegó un punto donde la fantasía se agotó. Podía ver una y otra vez maravillas que me transportaran y dejaran fluir mi imaginación a niveles impensados, podía vivir en mi mundo de mentiras y colores… hasta que abandonaba mi habitación y salía al mundo real.
Por un lado tenía a Ciudad Gótica, oscura y hermosa a la vez, por el otro tenía a Buenos Aires, gris y aburrida. Los villeros no se parecían al nene amigo de Dick Tracy, tan simpáticos y adorables. Las bibliotecas no tenían una sección con libros que me llevaran a mundos paralelos desbordantes de aventuras. Cuando vuela la AMIA no aparece un John McClaine que promete vengarse de todos y busca justicia matando y volando todo, sólo se quedaban llorando todos mientras los verdaderos culpables saludaban a la tele con caras de nenes buenos y desentendidos.
Sumo nuevos adjetivos a la realidad. Antes tenía aburrida, previsible, rutinaria, gris, apática. Ahora le sumo ridícula, mentirosa, inverosímil y decepcionante. Porque creo, el principal problema de ser un preadolescente solitario y antipático es la soberbia con la que comenzaba a ver al mundo. Sin embargo no dejaba de creer (aún lo hago) en las palabras de John Kennedy Tool: Cuando un genio aparece en el mundo, los necios se conjuran para negarlo.
Entonces, por un lado la fantasía era mi realidad, pero no existía fantasía tan grande para llenar una realidad. Tantos vacíos y contradicciones me abrumaban, hasta que una peliculita aparece por el año 1994. Tenía unos adorables diez años.
La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977) fue una película de década. Marcó la generación completa que vio en cine la nave aparecer por encima de sus cabezas en los primeros minutos del film, después vino su mitología y casi todos conocemos esa historia. En los ochenta, década aburrida y chata, tal vez (y remarco el tal vez) haya sido Terminator la película generacional. Pero en los noventa hubo varias películas que hicieron bisagra, al menos en la ciencia ficción. Por finales de los noventa, exactamente en el año 1999, aparece Matrix, para ese entonces ya tenía pendejos por toda la entrepierna y me clavaba pajas crónicamente, por eso considero que ésta película debe quedar afuera de la década del nueve seguido del cero. Matrix abrió la puerta al nuevo siglo, a la nueva era de la ciencia ficción y la fantasía.
¿Y que queda de los diez años anteriores? Queda esa película única y maravillosa que provocó mi primer espasmo de emoción en el cine.
Jurassick Park (1993) fue, es y será el film de los noventa.
He leído por algún lado que el super noño Steven Spielberg nunca quedo conforme con el resultado final, le parecía mediocre y aburrido. ¿Sinceridad brutal o banalidad absurda? No importa, el Steven hizo escuela, marcó tendencia, creó una generación posterior de bastardos copiadores y se despachó con los efectos especiales más reales hasta ese momento.
Otra vez el cine Rivera Indarte es parte fundamental de mi vida al ver al Tiranosaurio Rex en la inmensidad de aquella pantalla y en la incomodidad de aquellas duras y marrones butacas.
Volví a casa y me deshice de todos mis muñecos. No estaba enojado como aquella vez que el perro terminó con un enema de Playmobil, en éste caso era feliz como nunca lo había sido aún.
- ¿Puedo saber porqué? – Me preguntó él.
- Porqué se que a mi mamá se la va a comer un dinosaurio. –
- Los dinosaurios no existen. – Dijo él con una ceja levantada.
- Pronto mi mamá tampoco. – Respondí con una sonrisa.
Me convencí que mi vieja había sido invitada a la isla de Costa Rica y terminaba siendo devorada por un reptil prehistórico. Con esa facilidad para mezclar fantasía con realidad doy mi primer gran paso de independencia.
Pero gradualmente comienzo a perder las diferencias entre realidades e irrealidades.
La negación es un estado tan poderoso que hace transformar cualquier mentira en una verdad. Y viceversa.
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