Creía en una razón de mí persona mayor a la natural como mecanismo de defensa ante una realidad futura que prometía ser patética y llena de traumas; a él, en cambio, todo le chupaba un huevo. Repetía una y otra vez la necesidad de encontrar una justificación a la vida; él me respondía, una y otra vez, que me dejara de joder con planteos idiotas y fantasiosos. Trataba de convencerlo de odiar a la gente que lo rodeaba sólo por el placer de hacerlo; él trataba de convencerme de querer a la gente sólo para estar en paz conmigo. Le presenté a mi madre para que compartiera mi odio incondicional; él prefirió perder tardes completas tomando mate con ella, a tal punto que de su boca salía un reto cada vez que repetía la idea de matarla. Le decía constantemente que era un pelotudo por estar tranquilo y despreocupado ante la vida; él me decía constantemente que era un pelotudo por quejarme y buscar un problema en cualquier situación.
Discutíamos a toda hora, en todo lugar y por toda razón; nunca estábamos de acuerdo ni nunca pensábamos igual -o al menos parecido- y sin embargo, no podíamos estar separados porqué compartíamos el misterioso placer de la mutua compañía excluida del montón restante. Lo que en mí era buscado en gran parte, en él estaba implícito; no nos querían, nos relegaban al costado, nos miraban de reojo, nos insultaban y nos gritaban insultos por momentos (admito) demasiado ingeniosos, mucho mejores que los que ya conocíamos individualmente. Nosotros; orgullosos felices, dos idiotas conscientes de serlo.
Fue la primera persona que me obnubiló; escuchaba cada palabra salida de su boca con atención e interés -en especial cuando podía verle los dientes podridos y deformados que me causaban buenas cantidades de carcajadas-, comprendía su postura ante los hechos fortuitos de la vida y sinceramente me alegraba cada vez que él lo hacía, era mi mejor amigo sin duda alguna. Me cambié de banco en el colegio para sentarme a su lado (éramos los únicos dos que se sentaban solos) y así compartir el walkman, un auricular para cada uno; pasaron los últimos años de primaria sin haber escuchado una sola palabra de las maestras. Pienso, hoy, en que aquello fue posible gracias a la fealdad de él; de haber sido un niño bonito me hubiese confundido pero como no lo era estaba bien en claro que quería a mi amigo simplemente por ser él y no por ser un muchachito forzudo y pre chongo.
Juntos comenzamos las maratónicas tardes con Los Simpsons, podíamos repetir frase tras frase y diálogo tras diálogo. Perdíamos largas horas contando anécdotas de Springfield como si hubiesen sucedido a la vuelta de la esquina, así estallábamos de la risa la mayor parte del tiempo y así cada uno aprendió del otro; por mí lado aprendí a no amargarme tanto y él, por su lado, aprendió a creer que el mundo sí era suyo, pero cuando intentaba volver al tema de convertirme en un villano para torturar a la humanidad, él simplemente me mandaba a la mierda. Lo increíble de él era que real y sinceramente le importaba nada todo lo que sucediese delante de sus ojos (si se quitaba los anteojos culo de botella no veía lo que sucedía delante suyo literalmente, pero el comentario fue en sentido figurado), decía que no debíamos preocuparnos porqué éramos chicos y lo que debíamos hacer era joder y disfrutar; fue una de las enseñanzas más grandes que recibí.
Con esa nueva perspectiva empecé a ver ciertas cosas con otra cara, como ir al parque. La primera vez entré en pánico al ver esa cantidad de pendejos, madres, perros y ancianos juntos bajo el agradable sol de domingo a la tarde, al pisar el verde quise salir corriendo para atrás y encerrarme en mi habitación a ver una película pero él me frenaba y convencía que una tarde al aire libre no iba a matarme. Esas tardes veíamos a la murga del barrio ensayar para los carnavales, de esa manera comenzó mi repulsión a la murga; también espiábamos sin verdadero interés algún partido que se armaba por allí, hasta que una vez le tiraron un pelotazo adrede a la cara de mi amigo, le reventó los anteojos y se lastimó todo, cierto es que en ese momento reí como pocas veces lo hice pero cuando vi los hilos de sangre correr por sus mejillas me asusté un poco, nos levantábamos insultando y nos fuimos de allí con el porte invicto (solo el porte) a pesar que a nuestras espaldas la muchachada se retorcía en el suelo por las risas, en esos momentos quería él matar a todos, en esos momentos aprovechaba yo para llevarlo a la oscuridad de la mente, pero era tan volátil que al rato se despreocupaba y volvía a amar a todos por igual.
Por él acepté ir de viaje de egresados de séptimo grado, todavía se lo reprocho hoy en día. Está bien que me haya dado ciertas esperanzas y alegrías pero no se como pude dejarme convencer que diez días sin televisión y rodeado de pendejos como yo podía ser buena idea. Mala idea, muy mala idea. La próxima les cuento porqué.
Discutíamos a toda hora, en todo lugar y por toda razón; nunca estábamos de acuerdo ni nunca pensábamos igual -o al menos parecido- y sin embargo, no podíamos estar separados porqué compartíamos el misterioso placer de la mutua compañía excluida del montón restante. Lo que en mí era buscado en gran parte, en él estaba implícito; no nos querían, nos relegaban al costado, nos miraban de reojo, nos insultaban y nos gritaban insultos por momentos (admito) demasiado ingeniosos, mucho mejores que los que ya conocíamos individualmente. Nosotros; orgullosos felices, dos idiotas conscientes de serlo.
Fue la primera persona que me obnubiló; escuchaba cada palabra salida de su boca con atención e interés -en especial cuando podía verle los dientes podridos y deformados que me causaban buenas cantidades de carcajadas-, comprendía su postura ante los hechos fortuitos de la vida y sinceramente me alegraba cada vez que él lo hacía, era mi mejor amigo sin duda alguna. Me cambié de banco en el colegio para sentarme a su lado (éramos los únicos dos que se sentaban solos) y así compartir el walkman, un auricular para cada uno; pasaron los últimos años de primaria sin haber escuchado una sola palabra de las maestras. Pienso, hoy, en que aquello fue posible gracias a la fealdad de él; de haber sido un niño bonito me hubiese confundido pero como no lo era estaba bien en claro que quería a mi amigo simplemente por ser él y no por ser un muchachito forzudo y pre chongo.
Juntos comenzamos las maratónicas tardes con Los Simpsons, podíamos repetir frase tras frase y diálogo tras diálogo. Perdíamos largas horas contando anécdotas de Springfield como si hubiesen sucedido a la vuelta de la esquina, así estallábamos de la risa la mayor parte del tiempo y así cada uno aprendió del otro; por mí lado aprendí a no amargarme tanto y él, por su lado, aprendió a creer que el mundo sí era suyo, pero cuando intentaba volver al tema de convertirme en un villano para torturar a la humanidad, él simplemente me mandaba a la mierda. Lo increíble de él era que real y sinceramente le importaba nada todo lo que sucediese delante de sus ojos (si se quitaba los anteojos culo de botella no veía lo que sucedía delante suyo literalmente, pero el comentario fue en sentido figurado), decía que no debíamos preocuparnos porqué éramos chicos y lo que debíamos hacer era joder y disfrutar; fue una de las enseñanzas más grandes que recibí.
Con esa nueva perspectiva empecé a ver ciertas cosas con otra cara, como ir al parque. La primera vez entré en pánico al ver esa cantidad de pendejos, madres, perros y ancianos juntos bajo el agradable sol de domingo a la tarde, al pisar el verde quise salir corriendo para atrás y encerrarme en mi habitación a ver una película pero él me frenaba y convencía que una tarde al aire libre no iba a matarme. Esas tardes veíamos a la murga del barrio ensayar para los carnavales, de esa manera comenzó mi repulsión a la murga; también espiábamos sin verdadero interés algún partido que se armaba por allí, hasta que una vez le tiraron un pelotazo adrede a la cara de mi amigo, le reventó los anteojos y se lastimó todo, cierto es que en ese momento reí como pocas veces lo hice pero cuando vi los hilos de sangre correr por sus mejillas me asusté un poco, nos levantábamos insultando y nos fuimos de allí con el porte invicto (solo el porte) a pesar que a nuestras espaldas la muchachada se retorcía en el suelo por las risas, en esos momentos quería él matar a todos, en esos momentos aprovechaba yo para llevarlo a la oscuridad de la mente, pero era tan volátil que al rato se despreocupaba y volvía a amar a todos por igual.
Por él acepté ir de viaje de egresados de séptimo grado, todavía se lo reprocho hoy en día. Está bien que me haya dado ciertas esperanzas y alegrías pero no se como pude dejarme convencer que diez días sin televisión y rodeado de pendejos como yo podía ser buena idea. Mala idea, muy mala idea. La próxima les cuento porqué.