jueves, 5 de agosto de 2010


La adolescencia abarcó muchas cosas, entre aprendizajes y frustraciones, que hacen al sujeto que hoy escribe. El desconcierto hormonal, la marginalidad nombrada la semana anterior, el pesimismo creciente, la aceptación de la realidad como una inevitable parte de mi existencia, el desinterés por la vida, el fastidio crónico hacía todo ser que compartiera los días conmigo y un largo etcétera de comportamientos nerviosos y compulsivos en cadena que se potenciaron a lo largo de los años. Pero no sólo desgracias guardo en el cajón de mis recuerdos; de haber sucedido así, hoy sería una persona tan amargada y llena de rencores que ni siquiera podría escribir esta vida que me tocó con la cuota de ironía que le aplico.
Sin embargo, no dejo de mirar las situaciones con el ojo cínico. Esa posibilidad de recordar la bastarda vida que el azar cósmico me regaló con humor no es logrado gracias a mi capacidad de superar traumas, ni a una madurez conseguida con el crecimiento. Es gracias al cine, nada más obvio que ello. La etapa de acné y suciedad con gusto, la recuerdo adorable justamente por ello, por el recuerdo de la felicidad al apagarse las luces de la sala.
Siendo fiel a mi personalidad, al cine iba solo. Salvo raras excepciones en que veía una película junto al grupo de amigos de turno, siempre consideraba que ese momento era mío, mi espacio de libertad absoluta lejos de la estúpida vida común y corriente que sucedía puertas afuera. Cuando se organizaban esas salidas grupales, obviamente me avisaban, y yo no podía negarme a una invitación al cine, pero lo hacía con el mayor desgano posible. Las manadas de pendejos en los cines deben ser prohibidas, en un utópico estado de maxicracia no dejarían entrar a mocosos gritones que aparecen en grupos de veinte a ver una película sin importarles realmente, podrían estar visitando el zoológico y sería lo mismo para ellos. Gritan, hablan, se mueven, comen como si nunca hubiesen visto una bolsa de pochoclos en su puta vida. Los odiaba con todo mi ser, al igual que ahora, pero ya aprendí a no ir a ciertos horarios  si corro el riesgo de toparme con ellos. 

Los cinco años transcurridos durante la escuela secundaria (1997-2001) fueron los más prolíficos con respecto al cine. Hasta donde las faltas me permitiesen (veinticuatro nada más, hijos de puta abusadores) faltaba al colegio sólo para ir a ver una película. Me rateaba sin compañía, sin decirle a nadie, directamente no aparecía y me dirigía al centro, a los cines de Lavalle como el Atlas o el Monumental. Prefería ir a la escuela con 40 grados de fiebre, pero guardar esa falta para el próximo estreno que me llamase la atención. Así es como las tardes de semana me fueron regalando estados inolvidables y hermosos.
Estuve en uno de los mejores momentos de Tim Burton, con Marcianos al ataque (Mars Attack!, 1997) y La leyenda del jinete sin cabeza (Sleepy Hollow, 1999), dos películas burtonianas al palo, una por los colores y el humor delirante y otra por su arte oscuro y Juancito Profundo haciendo de las suyas como sólo él sabe. Presencié el efímero gusto por los volcanes en erupción con Volcano (1997), una bosta simpática con el capo Tommy Lee Jones y la torta arrepentida Ane Heche escapando de la lava en las calles de California y Dante’s Peak (1997), una bosta no tan simpática con Pierce Brosnam y Linda Hamilton con cara de arrepentida por haberse divorciado de James Cameron y tener que salir a trabajar de lo que venga. Hablando de Cameron, vi uno de los hits de la década, Titanic (1997) y no sufrí decepción porque todo estaba cantado antes de empezar la película, tengo que admitir que más allá de la pedorrisima y poco inspirada historia de amor entre la Winslet  y el DiCaprio, cuando el barco la caga, lo hace con toda la onda. Lástima la duración, las actuaciones (Kate no, ella es grosa todo el tiempo), lástima los diálogos, la historia… lástima toda esa película, salvo cuando el barco la caga, porque lo hace con toda la onda. Ya que sigo con las relaciones, recuerdo grandes mierdas como La Momia (The Mummy, 1999) con Brendan Fraser, la sorpresa que me llevé al enterarme que no estaba viendo una película de terror sino una de aventuras familiar me hizo enojar mucho, realmente no sabía nada de la película antes de entrar al cine. Comodines (1997) una de acción nacional con Adrian Suar y Carlos Calvo (¿?) fue todo lo que ya sabemos, de tan idiota, fea y sencillamente mala, la hace pasable. En ese año también vi la que hoy considero la peor película de mi vida, Batman y Robin (1997) y no voy a decir nada de ella porque dije que mis recuerdos eran felices, si me pongo a detallar lo que pienso sobre éste film voy a terminar cambiando mi perspectiva.


Estuve en el nacimiento artístico del indio M. Night Shyamalan dirigiendo Sexto Sentido (The Sixth Sense, 1999) y conocí a Spike Lee cuando descubrió que existían actores blancos con S.O.S. Verano infernal (Summer of Sam, 1999), ambas buenas películas, aunque la de Lee me gustó bastante más. Leguizamo es groso. Me colé a ver esas películas prohibidas para menores de 16 con la emoción del niño rebelde, Criaturas Salvajes (Wild Things, 1998) la rompió, una maravilla al borde del ridículo y la estupidez que no paraba de funcionar y sorprender. Matt Dillon, Kevin Bacon y Bill Murray es todo lo que se necesita, también había escenas de amor lésbico e indicios de masoquismo, un combo espectacular para el deleite del joven curioso. Invasión (Starship Troopers, 1997) de Paul Verhoeven estallaba, una montaña rusa drogadicta entre los insectos del espacio exterior, el héroe porteño y sangre, tripas y cosas asquerosas por doquier. Maravillosa, tanto como el renacimiento del muñeco diabólico. La novia de Chuky (Bride of Chuky, 1998) trajo de nuevo al mundo a una franquicia muerta varios años atrás, y lo hizo de la mejor manera, llena de humor absurdo y con Jennifer Tilly a punto de reventar el corpiño. 
 En este tiempo, se consolidó mi amor por ciertos directores. La primera película que veo en cine de Woody Allen es Los Secretos de Harry (Desconstructing Harry, 1998), hoy sigue estando en mi top five de Allen sin lugar a duda. Al año siguiente vi Celebrity (1999), una no tan espectacular película pero si con todo la mezcla y acidez que el judío de New York sabe manejar de manera única. Se estrena El gran Lebowski (The Big Lebowski, 1999) de los hermanos Coen y mi cabeza hace ¡Pum! Jeff Bridges se compró un lugar en mi corazón para la eternidad haciendo del “Dude” y todo en ese film, todo, es de lo mejor que parió el celuloide en sus poco más de cien años de vida. Luego vería ¿Dónde estás hermano? (Oh Brother, where are thou? 2000) y los Coen se aseguraron un fanático más en su larga lista de fanáticos. Alcanzo la gloria con Terry Gilliam y su Pánico y locura en Las Vegas (Fear and loathing in Las Vegas, 1999) así como con David Lynch y su Carretera Perdida (Lost Highway, 1998). Ambas películas me dejaron el culo en la nuca (por decirle de algún modo), cada una por sus diferentes razones. Gilliam me hizo viajar y delirar, en cambio Lynch me dejó mudo, sin saber que había pasado, desconcertado y nervioso. Gracias a ellos, el cine no dejó de hacerme creer que la vida gris e insípida jamás lograría acercarse a tal nivel de maravilla.
Todas esas y unas cuantas más que no nombro hicieron mi felicidad juvenil. Pero hubo cuatro momentos que significaron el todo, cuatro películas que justificaron mi ser. Dos de ellas fueron estrenos, las otras dos, reestrenos de viejos clásicos. Y lo dejo para la próxima, porque el exceso de palabras puede  ser perjudicial para su salud.
                                                                                              Continuará…
 

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