lunes, 23 de agosto de 2010


Hubo una extraña moda nacida de la mano del gran maestro del marketing, George Lucas. A finales de los noventa se reestrena en cines -con dos semanas de diferencia entre una y otra- la trilogía completa de Star Wars con todos los chiches nuevos a los que podían acceder en ese momento. Escenas eliminadas, retoques digitales, hasta personajes nuevos metidos en viejas situaciones ya conocidas. Resumido a dos palabras, un robo. Los fanáticos fundamentalistas de la saga habrán tenido el justo derecho de quejarse, ofenderse y hasta llorar desconsoladamente, yo nunca fui uno, simplemente me encantaban esas películas, las conocía de memoria y disfrutaba sin freno. Por tal razón, su reestreno en pantalla grande fue festejado y agradecido por mí. Recuerdo en especial la última parte, El Regreso del Jedi (Return of the Jedi), mucho antes de ser episodio VI, el recuerdo de la sala más que del film en sí; al fin y al cabo estaba viendo una película en cine que ya había visto más de diez veces en mi casa, no hubo demasiada sorpresa, pero en la sala vi a los padres, a los señores de cuarenta tan (o más) emocionados de lo que yo podía estar, el rejunte de calvas y panzas prominentes con el acné juvenil, todos compartiendo la excitación de volver a ver a Darth Vader sacarse el casco. Y tuve un corto instante donde vi mi persona veinticinco años más adelante, haciendo lo mismo que en ese momento, como esos maduros que soltaban al niño interno al menos por dos horas y media en la oscuridad de una sala. Y por primera vez en mi vida, sufrí nostalgia. Hacía un tiempo que no estaba perdido, porque lo estaba viviendo en ese momento, pero que de pronto parecía ajeno ¿cómo sería yo a los cuarenta? No podía imaginarme realmente, sólo me comparaba con el adulto que tenía delante en el cine, pero ese adulto era un extraño, su vida era otra. Yo no era él, pero yo tampoco era yo sin embargo ¿Como llegar cuando no se ve el camino? Entonces, una corta y efímera epifanía cayó delante de mi cara, soy pesimista y a los cuarenta voy a estar realmente amargado. La única esperanza que guardé fue que a pesar de la amargura pudiese a los cuarenta sentarme en una butaca en el cine y sonreír, tal como lo estaba haciendo en ese momento. Cada día me aseguraba más que dentro del cine, todo estaba bien. Era feliz, sin pensamientos nefastos o temores hacía el futuro posible, pero así como el cine regala, también quita. Sin que haya pasado mucho tiempo de Star Wars, se reestrena El Exorcista (The Exorcist) utilizando la misma premisa de estafa sin pudor. También había visto ese film repetidas veces, pero cuando la volví a ver en la pantalla grande el culo se me frunció como si cada imagen hubiese sido nueva. Me asusté de verdad. Fue la primera vez que llegué a casa y al apagar la luz de la habitación estuve incómodo, con una presión injustificada en el estómago. No por el diablo, sigo repitiendo que un cura me da más miedo que el demonio en sí (mucho más si tiene la cara de Max Von Sydow), sino por el conocimiento del mal abstracto y la posibilidad de tener alguien mirándote desde la oscuridad más cercana. Entonces llegan dos películas más, que -como dije la vez anterior- fueron todo para mí, pero consiguieron que ese temor que El Exorcista me hizo conocer, calara profundo. De pronto, descubría que era un cagón tanto en la verdad como en la mentira, la fantasía se hacía perjudicial para la realidad al no discernir cuando se acababa una y empezaba la otra.
Cuando vi El Proyecto Blair Witch (The Blair Witch Project, 1999) ya conocía de antemano el juego, sabía que era un falso documental y que jamás la bruja había hecho cagar fuego a los tres nabos, de todos modos tuve miedo, ni siquiera me asusté, fue un real y tangible miedo a lo que no veía, a lo imposible, a más oscuridad, a perderme y no encontrar la salida, a no poder decidir sobre mi destino si la puta casualidad me llevaba al lugar equivocado en el momento equivocado, a los extraños, a no recibir ayuda cuando se la necesite, a los bosques, a las casas abandonadas, a las gordas histéricas, a la falta de privacidad, a los pueblerinos, a la compañía no querida, a los ruidos. Miedo a sufrir miedo de verdad. Más allá del film como tal, más allá de sus limitaciones técnicas y sus lugares comunes, es una maravilla de originalidad que me dejaría marca de allí en adelante, y la horrible sensación de no saber cuando se termina lo imposible y comienza lo posible. Antes agradecía ese mismo hecho, a partir de la bruja de Blair empecé a padecer ciertos factores de ese hecho, casi todos representados por el miedo. Así llego a esa última película de las cuatro nombradas, otra que me hizo asustar demasiado, pero esa vez sin sobresaltos ni el mal con nombre y apellido, una película que  hizo evolucionar mi miedo, ubicándolo en la inminente realidad que estaba a punto de vivir.  En la calle Lavalle le pedí a una señora que me sacara la entrada para ver la película, obviamente no me iban a dejar entrar por mi edad.  Casi a escondidas entré a ver Ojos Bien Cerrados (Eyes Wide Shut, 1999), la obra póstuma del Maestro Stanley Kubrick y canalicé mis mayores miedos a través de las desventuras de Tom Cruise, porque a diferencia de la bruja o el diablo en el cuerpo de Linda Blair, la amenaza venía en otro envase, intimidante, silenciosa y resentida. El sexo estaba muy presente en mi cabeza en ese momento, aún era virgen y llevaba la conciencia que en cualquier momento eso se acabaría, el problema era como. Y de pronto veo plasmado en la pantalla como el sexo, el amor y los banales conceptos de familia son viles mentiras, porque el ser humano es frágil e inseguro. A través de una historia excesivamente simple, la película lograba escarbar en estados tan profundos y reales del hombre que yo no podía hacer otra cosa que temblar del terror. Como me pasó con Star Wars, volví a sufrir nostalgia por mi presente, imaginando un futuro donde las negaciones y los absurdos estándares de una vida normal y sana me llevarían a la inevitable insatisfacción, destruyendo la verdadera felicidad que todo joven sueña. No quería verme escapar a los cuarenta, quería hacerlo en ese momento, quería gritar de pánico y descubrir lo que deseaba sin que nada, pero nada, me determinase si estaba en lo correcto o no.
No quería llorar de viejo pensando en lo que pude ser y nunca me animé.

Con todos esos temores flotando en mi cerebro, llegó el inevitable día en que se hicieron carne. Éramos cuatro, nos subimos al coche del padre de uno de la manera más ilegal posible, sin permiso, sin edad para manejar por la calle y con marihuana y alcohol en la sangre. Vamos de putas, dijo uno, los otros dos festejaron la idea y yo tragué saliva. En la boca del estómago ya empezaba a sentir una acidez producto del terror, pero asentí en silencio, sin pensar. Desde la casa de mi amigo hasta el puterio nos separaban veinte cuadras nada más, siempre esperé que la policía nos detuviera en ese lapso, la imagen de dormir en un calabozo resultaba mucho menos intimidante que meter el pito en la concha de una desconocida. Destino evidente, Bajo Flores. La calle Varela a media cuadra de Rivadavia, pegado a un boliche de música brasilera del cual salía y entraba gente todo el tiempo sin dejar de mirar asombrados a cada pendejo que llegaba al burdel, como si nunca hubiesen visto a un mocoso caliente a punto de ponerla.
Lugar (antro) oscuro, letras de neón rojo en la puerta con el sutil nombre: Woman’s. Dentro, un bar común y corriente, sólo diferente por un escenario de madera pintada en el medio donde una “chica” bailaba (sin ganas) en un caño, y muchas más “chicas” pululaban por ahí en portaligas, bombachas y nalgas flácidas meciéndose impunemente. Nos sentamos, nos trajeron la obligada cerveza que hay que consumir mientras las muchachas se van acercando y acariciándote la nuca sin que se lo hayas pedido. Luego, si gustas de ella, le decis que se quede con vos, se sienta en tu pierna, averigua que tengas plata, se toma tu cerveza y  te lleva de la mano a los cuartos. Pero antes que la desafortunada chica que me tocó se me acercara, tuve el tiempo suficiente de visualizar todo mi alrededor y sentir como las piernas me empezaban a temblar. Porque rodeándome (no solo a mí, claro) estaban esas señoras de culos inmensos y pose de arrabaleras, hablando a los gritos y riendo cada vez que te miran, la mayoría centroamericanas, morochas morrudas que no quieren perder el tiempo, con  media teta afuera a sabiendas, la dejan ahí para calentar a quien quiera calentarse de eso.
¿Qué pasa muchachito? ¿No te calienta esto? ¿Te pongo nervioso?  Decían al pasar y se agarraban fuerte las gigantescas tetas caídas, obviamente riéndose de lo que sería mi cara en ese momento, un rostro delator del miedo que cargaba, todo blancucho y sin un solo pelo en los bigotes. Pero hubo una que tal vez me vio y se apiadó (quiero creer que fue por eso), era flaquita y menuda, al menos a su lado no sentía que un culo gordo y carnoso podía comerme por completo. Estuvo unos diez minutos conmigo, casi sin hablar, yo intentaba preguntar cosas, idioteces claramente, y ella respondía con un gesto de cabeza mirando para atrás, esperando terminar el mísero vaso de cerveza, ir a coger y continuar con la noche. Todo lo que yo podía sentir en ese momento, a ella le resbalaba sin cuidado. Entonces se levantó el primero de mis amigos, con una sonrisa de oreja a oreja, y empezó a caminar. Pero me extrañó que caminara hacía la puerta de salida y no al fondo ¿Qué pasó? Pregunté yo, cada vez mas atemorizado. Atrás es la cocina, las habitaciones están al lado, me dijo ella en el medio de un bostezo (fue la primera vez que sentí el aroma a pija ajena tan cerca de la cara). ¿Hay qué salir afuera?, mi voz aguda tembló. No pasa nada chiquito, vamos. Me agarró de la mano y me sacó, sin que yo tuviese dos segundos de lucidez donde darme cuenta que no quería estar viviendo eso.
Ella tenía un short muy pequeño, un portaligas negro y corpiño y para salir a la calle se agregó un saco transparente. Aún de la mano, salimos del local y caminamos solo dos pasos hasta la puerta de al lado, una puerta de dos cuerpos, de chapa despintada y apariencia de matadero. Tocó el timbre, de adentro tenían que avisarle si había “habitaciones” vacías. Mientras esperábamos, en el boliche brasilero seguía entrando y saliendo gente. Esa vez se detenían directamente a  mirar y reírse de como el pendejo esperaba a entrar de la mano de la prostituta. Entramos, pasillo largo que daba a sucesivos cuartos de uno por dos, todos color celeste sucio. Se escuchaban los gemidos, y se veían salir a las diferentes chicas con los clientes, pero ya no de la mano. Una vez que se paga, se acaba el amor. Y cuando entré, me bajé los pantalones, le dije que era mi primera vez intentado apelar a su buena predisposición, ella rió, se sacó la bombacha, se puso el forro en la boca y de ahí a mi pito. Muerto, flácido, inexistente. Y la chupó así, mirando el techo, hasta que me dijo que el tiempo se estaba por acabar, así que podíamos coger, y no se como lo hicimos, ella agarró la pija, la manipuló con increíble maestría y la colocó dentro de ella. ¡RING! La bocina avisó que se acabó el tiempo, ella se levantó, se lavó delante mio y salimos nuevamente al local. Y allí esperé a que mis amigos terminaran de aparecer, y la noche pasó, entre risas y festejos de mis compañeros y una sonrisa falsa y costosa en mi cara.
No voy a llorar de viejo por esta historia, de eso estoy seguro. Pero tampoco voy a reírme.

2 comentarios:

  1. me encanto, mi primera vez fue algo así. me da escalofrios recordar la cercania a tal primitivismo...
    Era un dia de lluvia. miraba anonadado "los caballeros del zodiaco" en el fucking magic.
    golpearon la puerta... tres amigos en un chevrolet 400 verde enfermedad.
    - Vamos a dar una vuelta -
    les crei...

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  2. La inocencia perdida en un instante

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