Una noche como cualquier otra, a los catorce años, fume mí primer porro. Conmigo estaban dos amigos más del barrio. Uno ya era un fumón con prontuario, el otro era más dormido que yo. Estábamos en mi casa, los tres en mi pequeña habitación verde de dos por dos, en el fondo de la casa. El sucucho que mi madre me regaló para hacerme sentir independiente, no quiero decir que realmente hizo de ese deposito un cuarto sólo para mantenerme alejado de su habitación y los sugerentes ruidos que cada noche se escuchaban ¿Lo dije? Bue…
El fumador experto trajo marihuana de Parque Patricios, donde él vivía y conseguía. Pero más allá de tener a un culturizado drogón en nuestras filas, por la inexperiencia y la poca preparación, nos habíamos olvidado de comprar papel lillo; lo terminamos armando en un cigarrillo desarmado, poniendo un lápiz en el fondo para que mantuviera la forma redonda y larga. Tirados en el piso, en el medio de una charla intrascendente de adolescentes con tiempo libre de sobra y con Sumo sonando de fondo (no puedo recordar que disco en particular) veía al “experto” amasar porro con las yemas, preocupado en su tarea como si su vida dependiese del optimo resultado final. Todo parecía pertenecer a un rito mágico; no se mi otro amigo, pero yo llevaba la ansiedad de una colegiala a punto de perder su virginidad celestial en manos del chico popular, tal vez porque veía en ese montón de hojas verdes picadas el símbolo de mi rebeldía idiota. Antes de fumar ya había tenido sinceras ganas de hacerlo, veía a los reventados de la puerta del colegio tarde tras tarde prender porro tras porro, y yo quería también. Pero, vaya a saber porque, supe esperar. En ese sentido, fue una de las pocas veces en que no me dejé llevar por el primer impulso de necesidad al no fumar con ellos, tendría ganas pero la imagen de quedar drogado junto al conjunto de marginados en las escaleras de la iglesia me daba cierto miedo, suficiente como para no hacerlo y dejar que el momento fuese propicio. Como verán, estaba poniendo expectativas fuera de lugar en un acto tan ignoto como fumar marihuana, creyendo que la droga sería el primer gran paso hacía la destrucción total de la realidad. Convengamos que la idea que yo tenía de las drogas, así fuese un mísero porro mal armado, se basaba en las palabras de adultos preocupados a quienes les gustaba achacar todos los males del mundo a un conjunto de drogadictos despreocupados. Pobre nene tonto, pensaba que un bollito de hojas verdes lo haría ver el mundo que no era capaz de ver por si solo. Era inocente, por supuesto, pero la ingenuidad me superaba. Creía verdades muy lejanas a la verdad, creía que un poco de droga inofensiva me abriría las puertas de la percepción, me haría conocer realidades paralelas y mundos imposibles de alcanzar con la mediocre e impoluta mente sana del humano común. En este espacio tendría que ir una risa desbordante de sarcasmo, algo así como un ¡JA!
Después del trabajo de armado; largo, difícil y complicado por la falta de papel para rolar, estuvo listo el porro y llegaba la hora de fumar. Y así tuve la primera decepción, no haber tosido. Estaba convencido que al probar la primer pitada mis pulmones saldrían disparados al exterior, pero no sucedió. Sólo sentí un leve cosquilleo en la garganta, un poco más fuerte de la que los cigarrillos que ya estaba acostumbrado a fumar me provocaban. Todos los recuerdos de tosedores crónicos que aguantaban el humo hasta ponerse morados se me cruzaron en la cabeza, y todos ellos, en una fracción de segundo, me parecieron imbéciles. Bueno, no te impacientes, pensé, es muy probable que por ser la primera vez mi cuerpo no se haya dado cuenta, seguro que cuando quiera levantarme las piernas me van a fallar… Me puse de pie y no sentí nada. Me habían dicho que la primera vez no hacía efecto pero no creía que iba a quedar igual que tomando el te con la tía. Poco a poco el porro fue consumiéndose, el disco de Sumo fue acabándose y mi alegría fue desvaneciéndose. El drogón no paraba de reírse y yo pensaba que era el más pelotudo de la tierra. El otro amigo que también fumaba por primera vez se sacaba los mocos y los miraba absorto en su tarea (aún hoy dudo si era a raíz de la droga o de su estupidez innata), y yo veía como todo un abanico de infinitas posibilidades creadas por mi imaginación se destruían. Nada cambiaba, cada cosa era exactamente igual que antes. Resultaba que el porro era más de lo mismo. Esa noche me dormí temprano con un sentimiento de decepción gigantesco. Pero no por ello tomé posición anti drogas, tampoco el extremo idiota.
Después de aquella abúlica noche sin efecto, creí por un tiempo que la droga podría no ser propicia para mí. Por suerte, tenía un primo mayor que yo, y bastante más curtido que yo, parando en las cuadras de Parque Chacabuco. Sólo tuve que contarle que había probado la marihuana para que a partir de ese día no me faltara un simpático bagullo en mis bolsillos. Y a partir de esos días, la noche en que el porro no me pegó, quedó como un recuerdo lejano y gracioso. Con los años aparecerían las pepas, la cocaína, los ácidos alucinógenos, el éxtasis, otras drogas sensitivas, la ketamina, los hongos, las anfetaminas y tantas otras con nombres y efectos imposibles de recordar. Mis aventuras, de un día al otro, se volvieron realmente interesantes e incoherentes.
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