viernes, 10 de septiembre de 2010

Vivir solo cuesta vida

Cada persona carga con sus vacios difíciles de llenar; existenciales, sentimentales, físicos o de cualquier otra índole, y todos están y hacen ruido dentro de uno. A raíz de ello se busca la manera de ocupar ese agujero negro de diferentes maneras, como los hombres de pito chico que compran autos grandes, o las señoras cornudas conscientes que sacrifican su orgullo por unas vacaciones en algún hotel de varias estrellas. En ambos casos, bienes materiales para justificar falencias. Pero también existen huecos que no se llenan con objetos, porque nacen de la duda misma de la persona -tal vez el vacio más común entre los seres humanos- por eso la religión existe y es parte de la vida cotidiana, para justificar lo injustificable, para regalar una solución barata y simple al mismo sentido de la vida.
Decidido a no creer en un dios de caricatura ni en fáciles respuestas para entender mi persona, comencé una búsqueda interior sin rumbo fijo. A causa de una imagen religiosa demasiado profunda en mis vivencias diarias, sentía que el oscuro pozo que me abarcaba se debía a la falta de una imagen santificada, a una persona a la que le debía mi lealtad y gratitud, tal como veía que los devotos lo hacían, volcando toda frustración así como agradecimiento a una figura invisible que nunca respondía, salvo que uno se convenza de lo contrario. Pero siendo yo el sujeto que buscaba, esa tarea no fue fácil. El concepto en si era totalmente contradictorio a mi deseo de destrucción e indiferencia al mundo real que nos rodeaba, encontrar una figura lo suficientemente grande y abstracta donde enfocar mi fe requería prestar atención a lo que sucedía, a escuchar y entender los mensajes que flotaban en el aire. Demasiado complejo me pareció en el momento -o sólo desgastante- razón por la cual al poco tiempo de búsqueda espiritual, me frustré como tantas otras veces había hecho con otras metas. Volvía a sentirme solo como siempre me había sentido, desesperanzado, y obviamente, vacio. Al igual que todas las veces anteriores donde abandonaba la tarea antes de empezar, me volqué en el cine para olvidar los dilemas existenciales, tal vez con una leve esperanza de encontrar allí la respuesta a la pregunta que nunca hice, como otras veces sucedió. Pero esa vez no pasó, no sentí que hubiese la suficiente cantidad (¿de qué?) para hacerme sentir en paz.
El error que en ese entonces no visualizaba estaba en que continuaba buscando una respuesta para mí solo, un dios personal que me hablara personalmente y viviera exclusivamente para satisfacerme, cuando en realidad necesitaba pertenecer, esa era la respuesta a la duda existencial. Todos quieren pertenecer, ser parte de algo más grande que ellos mismos, pero yo no podía darme cuenta de esa solución porque era directamente inversa a lo que creía correcto, la soledad y el aislamiento. Tuvo que pasar sin notarlo para llevarlo a cabo.
En las tardes perdidas de Parque Chacabuco fui gestando un amor idílico hacía la música, la imagen y el mito de Patricio rey y sus redonditos de ricota, sin caer en cuenta al principio que todos mis amigos y conocidos a mi alrededor también lo hacían. No se trataba simplemente de la constante banda sonora que nos acompañaba a cada hora, poco a poco se fue metiendo en nuestras vidas como… el dios que nos hacía falta. Empezó con la compra de los viejos discos, después fueron algunas remeras hasta el punto de no tener ninguna que no tuviese la cara del Indio Solari estampada, aparecieron las toppers, los morrales y los pañuelos sucios. La suma de horas escuchando los temas y tratando de entender las metáforas ricoteras, deshaciendo estrofas y encontrando pistas para acrecentar la leyenda que adoptábamos se habían vuelto normales, era la manera en que nosotros perdíamos el rato. En el medio, los redondos sacan su anteúltimo disco, último bondi a Finisterre; por mi edad fue el primero que compré el día que salía a la venta, y a pesar de no ser el disco más querido para el exigente público redondo, viví la emoción de reservar un ejemplar una semana antes para en el día de lanzamiento esperar ansioso a que la disquería del barrio abriera sus puertas. Luego llegaría la confirmación del fanatismo con el primer recital al que puedo asistir, Racing en el año 1998, y aunque aún no me daba cuenta, ya pertenecía completamente a una tribu, era parte de una fauna tan reconocible como lo es la ricotera, y Carlos Alberto Solari se posó en mi altar falto de santos para convertirse en el relleno de mi vacio. Y así le prometí fidelidad a mi nueva religión, fui sumándole todos los aspectos que se requerían para pertenecer de la manera debida, desde la ropa ya mencionada, pasando por la actitud de vagancia, el cartón de vino de un peso con jugo en polvo, los porros a la noche en el parque, la mugre corporal, el flequillo recto, las ganas de un tatuaje explícitamente ricotero (suerte que era tan pobre), el odio a los Ratones Paranoicos, el fundamentalismo anti chetos y todos los viernes y sábados a la Reina de sarmiento. En realidad, primero caímos en la última etapa de La Negra en Flores, un antro como pocos, donde un grupo de mocosos como nosotros veíamos a viejos trasheados reventarse hasta el desmayo, bailando rocanroles desaforados junto a sus minitas culonas con calzas coladas hasta el intestino, y alcohol, mucho alcohol y actitud de desinterés. Al poco tiempo que empezamos a ir a la Negra, cerró sus puertas para siempre, de ahí toda la fauna se mudaría a Sarmiento 777, el sótano clandestino donde funcionaba La Reina. Y ahí hicimos hogar yendo cada fin de semana, viendo las mismas caras y escuchando los mismos temas en el mismo orden cada noche. Los personajes clásicos, como el enano que siempre se embriagaba y bailaba hasta que las luces se prendían, que varias veces cayó de bruces al suelo por la borrachera, regalándonos a los presentes una carcajada valida. O los integrantes de Villanos que siempre pululaban por ahí con cara de pelotudos, o la stona ruda y grandota que todos creíamos tortillera.
En el momento no me daba cuenta que pertenecía, no creía ser parte de un montón igual. Creía que seguía siendo único. Tal vez, de haberlo descubierto en el instante hubiese renegado al respecto, pero al ser inconsciente cada día me potenciaba más. Así trabaja la fe, calando en silencio y sin aviso, porque en el momento menos pensado se hace la hora de la misa y uno no puede faltar, sino el dios se enojará. Para algunos será el domingo a las ocho de la mañana, para otros en el fin de semana a la medianoche. De todos modos, dios estaba presente y yo lo escuchaba. 





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