Los días en la escuela se convertían en eternas sesiones de tortura con la inquisición española. Sin televisión y sin un cuarto cerrado en el que pudiese esconderme de la realidad me sentía expuesto y desnudo frente a la multitud.
Las maestras –viejas gordas y resentidas- me daban pánico, pero hubo una en especial, la de tercer grado, que fue la razón de mis pesadillas hasta muchos años después. Tenía mil años, el olor que desprendía resumía la humedad, la vejez y la podredumbre en una sola fragancia. Sus piernas gordas llenas de varices hacían temblar el piso a cada paso, su desgano y cansancio frente a la decepcionante vida de la docencia se retrataba en una cara decrepita y monstruosa. Cuando el peso de su cuerpo no la dejaba estar más frente al pizarrón se tiraba en la silla del escritorio para que los lame botas de turno – que nunca faltan- le masajearan el cuero cabelludo grasoso mientras corregía tareas absurdas… y los desgraciados de mis compañeros lo hacían gustosos. Un monstruo de blanco delantal.
Pero tal vez el odio que guardo hacia ella sea por una cosa pequeña y particular, la vez que hizo llamar a mi mamá porque yo tenía un problema. En cursiva, escribía la letra N como una U. Ahí toda la cuestión.
Diplomática y conchuda a la vez, creyó que la solución sería que yo escribiese la letra N correctamente unas cien veces. Mi vieja desconcertada decía (sin prestar real atención a lo que estaba pasando) que mi papá acababa de morir, que yo era un chico extraño y que su concha tenia herpes por tener tanto sexo con extraños…bueno, esto último no lo dijo, pero cierto era. La maestra salida del parque jurasico no tenía la más puta idea que podría tener eso que ver con que yo escribiese con letra fea, pero mi madre fue convincente (o hartante) al punto que a partir de ese día me miraría con cara lastimosa, sabiendo que yo era un niño sufrido -y posiblemente en un futuro- un joven traumado, paria de la sociedad, de esos que suelen molestar a viejitas en cuenta regresiva como ella sería en poco tiempo. El punto está en que no logré escapar de la repulsiva tarea de escribir cien veces la puta letra N como supuestamente debía ser.
Mi vieja encontró la justificación que le convenía diciendo que las películas me distraían de las tareas escolares, por lo que en un ataque espontáneo de maternidad me prohibió la televisión a horarios que tuviesen que ser dedicados a la responsabilidad. Entrecerré los ojos, fijé la mirada en mi mamá y nada dije, sólo anoté un poroto más en la extensa lista de razones para cometer matricidio.
A raíz de la nueva disposición familiar descubrí que podía ser un buen alumno si me lo proponía. Cual perro obediente me llevaba un premio si hacía mis necesidades (que no tenían que ver con materia fecal en este caso) a tiempo y lugar… terminaba mis tareas rápido para volver a la habitación -refugio sagrado anti realidad- una vez que llenaba el cuaderno con sumas y oraciones.
La mujer que abrió su vagina para hacerme conocer el mundo comenzó a sentir ciertas culpas sin fundamento, muy dentro suyo sentía que mi desapego a la vida, mi falta de emociones y mi desamor hacía ella eran producto de su desapego a la vida, su falta de emociones y su desamor hacía ella misma. Puede ser ¿Quién sabe?… ¿A quien le importa? Pero esas culpas hicieron que empezara a prestarme más atención no sólo cuando de hacer tareas escolares se refería. Y como lo único que hacia yo además de respirar era ver películas mi madre decidió compartir ese momento conmigo. Puta madre, pensé pero otra vez no dije en voz alta. Entonces dividía mis días en películas nocturnas – cuando mi vieja se encerraba en la pieza con el plomero o el sodero o el almacenero de la esquina o el vago que tomaba cerveza en la puerta o todos juntos esas noches que se encontraba especialmente necesitada de amor- sólo, casi escondido, viendo esos films que de haber compartido con ella me hubiese prohibido sin pensarlo dos veces y las funciones vespertinas junto a ella con maravillas… Miento, no todas grandes maravillas, pero si entretenidas porquerías familiares con mensajes de amor y optimismo como Los Locos Addams (The Addams Family, 1991) y Los Locos Addams 2 (Addams Family Values, 1993) que eran películas altamente divertidas (en la segunda parte Joan Cusack se lleva los premios como la niñera asesina de maridos millonarios), Babe (1995) una ternura en el mayor grado de idiotez posible o Jumanji (1995) con Robin Williams escapando de bichos digitalizados de pésima definición, entre tantas otras pelis que me permitían parecerme en algún mínimo aspecto a un niño normal. Eran esas películas que podía comentar en el colegio porque mis compañeros también las habían visto. Eran esos momentos donde mis compañeros recordaban que existía. Un día vimos Mortal Kombat (1995) que fue una grata compañía (no así la segunda parte), pero la violencia que de tan inocente causa gracia hizo que mami se preguntara si estaba bien que estuviese encerrado sin respirar aire fresco. Justo unas semanas antes de mi cumpleaños…
Siendo un bastardillo renegado y malhumorado podría entenderse que el aniversario de mi nacimiento sería un día más y corriente, pero no… la hipocresía tiene sus beneficios. Amaba mis cumpleaños porque amaba los regalos. Simple, mi mamá sentía culpas por no ser madre modelo por lo que con regalos resolvía gran parte. Por otro lado, todos los amantes casuales de mi progenitora querían comprarme con regalos. También estaba la familia de mi padre muerto, quienes nunca se molestaban en averiguar como estaba pero en cada cumpleaños se acordaban que existía y me alcanzaban regalos. En concreto, las mismas cosas que me traumaban me hacían excesivamente feliz ese día en particular. Porque amaba los regalos. Pero en mayo del año 1993 cumplo nueve años y todo plan perfecto me salió por el ojete. Mi madre tuvo la espectacular idea de hacerme un festejo para juntar a toda la familia y todos mis compañeros de la escuela. En realidad necesitaba que la familia creyese que aún podíamos ser de la misma clase social que antes éramos y ya que estaba me encajaba a los mocosos para que no estuviese cerca de ella durante su actuación. Por eso mi madre se puso todos los accesorios posibles encima, tomó posición de condesa y se abrochó los extremos de la boca a las mejillas para mantener una sonrisa impuesta por todo el día. Total el que sufría era yo.
Ya conté lo antisocial que era, que no me gustaban los deportes, que aborrecía la luz natural, que escapaba de la actividad física, entre otras cosas. Entonces, si digo que me festejan el cumpleaños en un club social deportivo ¿No me dan un poco de razón cuando sostengo que mi familia se equivocó al tenerme, o al menos en quedarse conmigo al conocerme?
El Club Deportivo Español en el barrio Lugano era el lugar. Temprano a la mañana era la cita. Manadas de pendejos exaltados iban llegando con la adrenalina de fin de semana. Claro, cinco días a la semana encerrados en la cárcel educativa sumado a la desgastante tarea de ser hijos los hacía ponerse como simios en celo cuando veían un espacio verde para correr y transpirar al pedo. También llega la familia, el tío fulano que no recuerdas (y él tampoco a vos por más que esté en tu cumple), la tía mengana que hace unos años te mandó saludos, el primo de acá, el padrino de allá. En fin, una junta siniestra que podría no importarme en nada pero que ese día tenían que ponerme atención por obligación. Estaba jodido (cagado funciona también). Mamá, acabas de firmar tu sentencia de muerte.
Me sentía atrapado en un día eterno sin fin cual Bill Murray. Intentaba por todos los medios escapar para algún lado, pero por cada rincón se encontraba gente dispuesta a perturbarme. ¿Cómo podía ser posible que tanta gente hubiese ido a mi festejo? Me encerraba en el baño, me perdía por las partes perdidas y abandonadas del club, me hacía el dormido, hasta casi me provoqué un ataque epiléptico que nadie creyó… Que chico simpático dijo una vieja de ojos desorbitados y manos huesudas al verme tirado en el piso revoleando las piernas. Era mi abuela paterna, pero creo que tanto ella como yo negamos sea cierto.
A la mañana, futbol. Me quedé en un rincón contando hormigas.
A media mañana, futbol. Me rasqué los huevos hasta sacarme costra.
Al mediodía, asado. Comí en un costado lejos de los olores a sudor juvenil.
A la tarde, futbol. Imaginen lo que hice.
A media tarde (interrumpiendo el futbol) torta y soplada de velas con tirada de orejas incluida. Nunca había tenido alucinaciones tan reales de asesinatos y sangre.
Después, un poco más de futbol hasta que el sol se escondiese.
Me sorprende, aún hoy en día, la energía de los niños. Pueden correr, caerse, seguir corriendo y estar frescos y listos para más corrida. No era mi momento de esplendor aquellos años, hoy puedo levantarme y fumar un porro, usar la mañana para trámites absurdos, llegar al mediodía para fumar otro porro, esperar a la una para empezar a tomar cerveza, a las cuatro (fumando un porro cada hora) mezclar con un poco de Fernet con coca para a las diez (ya lo suficiente ebrio y drogado) estar listo para salir. Repito, mis días de gloria estaban lejos en aquel tiempo. Pero creo que gracias a pasar encerrado -juntando odio al mundo sin razón- tanto tiempo es como puedo estar tan lucido hoy en día.
Pasadas las semanas mis compañeros seguirían hablando de aquel glorioso día en el club deportivo español, pero ya habían olvidado hace rato porqué habían estado ahí todos juntos. Para mi suerte, volvía a ser el ente olvidado en un rincón del aula.
Esas eran mis aventuras por esos años.