martes, 30 de marzo de 2010

Los días en la escuela se convertían en eternas sesiones de tortura con la inquisición española. Sin televisión y sin un cuarto cerrado en el que pudiese esconderme de la realidad me sentía expuesto y desnudo frente a la multitud.
Las maestras –viejas gordas y resentidas- me daban pánico, pero hubo una en especial, la de tercer grado, que fue la razón de mis pesadillas hasta muchos años después. Tenía mil años, el olor que desprendía resumía la humedad, la vejez y la podredumbre en una sola fragancia. Sus piernas gordas llenas de varices hacían temblar el piso a cada paso, su desgano y cansancio frente a la decepcionante vida de la docencia se retrataba en una cara decrepita y monstruosa. Cuando el peso de su cuerpo no la dejaba estar más frente al pizarrón se tiraba en la silla del escritorio para que los lame botas de turno – que nunca faltan-  le masajearan el cuero cabelludo grasoso mientras corregía tareas absurdas… y los desgraciados de mis compañeros lo hacían gustosos. Un monstruo de blanco delantal.
Pero tal vez el odio que guardo hacia ella sea por una cosa pequeña y particular, la vez que hizo llamar a mi mamá porque yo tenía un problema. En cursiva, escribía la letra N como una U. Ahí toda la cuestión.
Diplomática y conchuda a la vez, creyó que la solución sería que yo escribiese la letra N correctamente unas cien veces. Mi vieja desconcertada decía (sin prestar real atención a lo que estaba pasando) que mi papá acababa de morir, que yo era un chico extraño y que su concha tenia herpes por tener tanto sexo con extraños…bueno, esto último no lo dijo, pero cierto era. La maestra salida del parque jurasico no tenía la más puta idea que podría tener eso que ver con que yo escribiese con letra fea, pero mi madre fue convincente (o hartante) al punto que a partir de ese día me miraría con cara lastimosa, sabiendo que yo era un niño sufrido -y posiblemente en un futuro- un joven traumado, paria de la sociedad, de esos que suelen molestar a viejitas en cuenta regresiva como ella sería en poco tiempo. El punto está en que no logré escapar de la repulsiva tarea de escribir cien veces la puta letra N como supuestamente debía ser.
Mi vieja encontró la justificación que le convenía diciendo que las películas me distraían de las tareas escolares, por lo que en un ataque espontáneo de maternidad me prohibió la televisión a horarios que tuviesen que ser dedicados a la responsabilidad. Entrecerré los ojos, fijé la mirada en mi mamá y nada dije, sólo anoté un poroto más en la extensa lista de razones para cometer matricidio.
A raíz de la nueva disposición familiar descubrí que podía ser un buen alumno si me lo proponía. Cual perro obediente me llevaba un premio si hacía mis necesidades (que no tenían que ver con materia fecal en este caso) a tiempo y lugar… terminaba mis tareas rápido para volver a la habitación -refugio sagrado anti realidad- una vez que llenaba el cuaderno con sumas y oraciones. 

La mujer que abrió su vagina para hacerme conocer el mundo comenzó a sentir ciertas culpas sin fundamento, muy dentro suyo sentía que mi desapego a la vida, mi falta de emociones y mi desamor hacía ella eran producto de su desapego a la vida, su falta de emociones y su desamor hacía ella misma. Puede ser ¿Quién sabe?… ¿A quien le importa? Pero esas culpas hicieron que empezara a prestarme más atención no sólo cuando de hacer tareas escolares se refería. Y como lo único que hacia yo además de respirar era ver películas mi madre decidió compartir ese momento conmigo. Puta madre, pensé pero otra vez no dije en voz alta. Entonces dividía mis días en  películas nocturnas – cuando mi vieja se encerraba en la pieza con el plomero o el sodero o el almacenero de la esquina o el vago que tomaba cerveza en la puerta o todos juntos esas noches que se encontraba especialmente necesitada de amor- sólo, casi escondido, viendo esos films que de haber compartido con ella me hubiese prohibido sin pensarlo dos veces y las funciones vespertinas junto a ella con maravillas… Miento, no todas grandes maravillas, pero si entretenidas porquerías familiares con mensajes de amor y optimismo como Los Locos Addams (The Addams Family, 1991) y Los Locos Addams 2 (Addams Family Values, 1993) que eran películas altamente divertidas (en la segunda parte Joan Cusack se lleva los premios como la niñera asesina de maridos millonarios), Babe (1995) una ternura en el mayor grado de idiotez posible o Jumanji (1995) con Robin Williams escapando de bichos digitalizados de pésima definición, entre tantas otras pelis que me permitían parecerme en algún mínimo aspecto a un niño normal. Eran esas películas que podía comentar en el colegio porque mis compañeros también las habían visto. Eran esos momentos donde mis compañeros recordaban que existía. Un día vimos Mortal Kombat (1995) que fue una grata compañía (no así la segunda parte), pero la violencia que de tan inocente causa gracia hizo que mami se preguntara si estaba bien que estuviese encerrado sin respirar aire fresco. Justo unas semanas antes de mi cumpleaños…

Siendo un bastardillo renegado y malhumorado podría entenderse que el aniversario de mi nacimiento sería un día más y corriente, pero no… la hipocresía tiene sus beneficios.  Amaba mis cumpleaños porque amaba los regalos. Simple, mi mamá sentía culpas por no ser madre modelo por lo que con regalos resolvía gran parte. Por otro lado, todos los amantes casuales de mi progenitora querían comprarme con regalos. También estaba la familia de mi padre muerto, quienes nunca se molestaban en averiguar como estaba pero en cada cumpleaños se acordaban que existía y me alcanzaban regalos. En concreto, las mismas cosas que me traumaban me hacían excesivamente feliz ese día en particular. Porque amaba los regalos. Pero en mayo del año 1993 cumplo nueve años y todo plan perfecto me salió por el ojete. Mi madre tuvo la espectacular idea de hacerme un festejo para juntar a toda la familia y todos mis compañeros de la escuela. En realidad necesitaba que la familia creyese que aún podíamos ser de la misma clase social que antes éramos y ya que estaba me encajaba a los mocosos para que no estuviese cerca de ella durante su actuación. Por eso mi madre se puso todos los accesorios posibles encima, tomó posición de condesa y se abrochó los extremos de la boca a las mejillas para mantener una sonrisa impuesta por todo el día. Total el que sufría era yo.
Ya conté lo antisocial que era, que no me gustaban los deportes, que aborrecía la luz natural, que escapaba de la actividad física, entre otras cosas. Entonces, si digo que me festejan el cumpleaños en un club social deportivo ¿No me dan un poco de razón cuando sostengo que mi familia se equivocó al tenerme, o al menos en quedarse conmigo al conocerme?
El Club Deportivo Español en el barrio Lugano era el lugar. Temprano a la mañana era la cita. Manadas de pendejos exaltados iban llegando con la adrenalina de fin de semana. Claro, cinco días a la semana encerrados en la cárcel educativa sumado a la desgastante tarea de ser hijos los hacía ponerse como simios en celo cuando veían un espacio verde para correr y transpirar al pedo. También llega la familia, el tío fulano que no recuerdas (y él tampoco a vos por más que esté en tu cumple), la tía mengana que hace unos años te mandó saludos, el primo de acá, el padrino de allá. En fin, una junta siniestra que podría no importarme en nada pero que ese día tenían que ponerme atención por obligación. Estaba jodido (cagado funciona también). Mamá, acabas de firmar tu sentencia de muerte.
Me sentía atrapado en un día eterno sin fin cual Bill Murray. Intentaba por todos los medios escapar para algún lado, pero por cada rincón se encontraba gente dispuesta a perturbarme. ¿Cómo podía ser posible que tanta gente hubiese ido a mi festejo? Me encerraba en el baño, me perdía por las partes perdidas y abandonadas del club, me hacía el dormido, hasta casi me provoqué un ataque epiléptico que nadie creyó… Que chico simpático dijo una vieja de ojos desorbitados y manos huesudas al verme tirado en el piso revoleando las piernas. Era mi abuela paterna, pero creo que tanto ella como yo negamos sea cierto.
A la mañana, futbol. Me quedé en un rincón contando hormigas.
A media mañana, futbol. Me rasqué los huevos hasta sacarme costra.
Al mediodía, asado. Comí en un costado lejos de los olores a sudor juvenil.
A la tarde, futbol. Imaginen lo que hice.
A media tarde (interrumpiendo el futbol) torta y soplada de velas con tirada de orejas incluida. Nunca había tenido alucinaciones tan reales de asesinatos y sangre.
Después, un poco más de futbol hasta que el sol se escondiese.
Me sorprende, aún hoy en día, la energía de los niños. Pueden correr, caerse, seguir corriendo y estar frescos y listos para más corrida. No era mi momento de esplendor aquellos años, hoy puedo levantarme y fumar un porro, usar la mañana para trámites absurdos, llegar al mediodía para fumar otro porro, esperar a la una para empezar a tomar cerveza, a las cuatro (fumando un porro cada hora) mezclar con un poco de Fernet con coca para a las diez (ya lo suficiente ebrio y drogado) estar listo para salir. Repito, mis días de gloria estaban lejos en aquel tiempo. Pero creo que gracias a pasar encerrado -juntando odio al mundo sin razón- tanto tiempo es como puedo estar tan lucido hoy en día.
Pasadas las semanas mis compañeros seguirían hablando de aquel glorioso día en el club deportivo español, pero ya habían olvidado hace rato porqué habían estado ahí todos juntos. Para mi suerte, volvía a ser el ente olvidado en un rincón del aula.
Esas eran mis aventuras por esos años.

 

 

martes, 23 de marzo de 2010

Algunos films vi tantas veces que logré aprenderlos de memoria. Hasta el hartazgo.
La historia sin fin (Neverending Story, 1990) y La historia sin fin ll (Neverending Story ll, 1994) eran como una radiografía de mis sueños. Yo quería encontrar el libro que me llevara al mundo paralelo, viajar en un perro mecánico sobre un fondo falso o andar a caballo con el indio Atreyu gritando su nombre al viento como un retrasado. Claro que lo más parecido que tuve fue armar una fortaleza con los almohadones del sillón y quedarme encerrado ahí tardes completas, algo es algo pensaba para conformarme.  
     
   
Las Tortugas Ninja (Tennage mutant ninja turtles,1990), Los Cazafantasmas (Ghostbusters, 1984) y Los Cazafantasmas ll (Ghostbusters ll, 1989) Simpáticas y hasta ahí llegamos. Nada que perdure tienen, salvo Bill Murray haciendo de Bill Murray en un mameluco blanco, y ni siquiera es la gran cosa. Bueno, el monstruo de malvavisco es potable, lo admito.
Las tardes de sábado en canal trece. Cine Shampoo se hacía llamar. Venía después de Cuentos Asombrosos, ese genial programa de media hora con historias espectaculares, casi tanto como Cuentos de la Cripta (Tales from the Cript) pero faltando medio peso para llegar. Tardes junto a Tom Hanks y su cara de boludo eterna, mucho antes de que se convirtiera en un sidoso lastimoso o de un lento adorable.  Quisiera ser grande (Big, 1988), Hogar dulce Hogar (The Money Pit,1986), S.O.S. Vecinos ataque (The Burbs,1989) y la mejor, la mejor sin duda: Despedida de Soltero (Bachelor Party,1984), aunque creo equivocarme acá porque esta película la daban los sábados a la noche, por el culo que se veía y el burro merquero muerto en el ascensor. Antológica la escena donde el cuadrúpedo aspira toda la droga de la mesa, además la peli se volvió un icono popular. Todo el que estaba por hacer una fiesta decía: Hay que hacer una como la de despedida, con burro y todo.
                                                                                                                                                          
Una que estuvo bien fue Robocop (1987), el poli robotizado con vestigios de sentimientos humanos. Era boludo hasta en los circuitos pero su deseo de venganza estaba piola. Viva el gatillo fácil.
Robocop 2 (1990) estuvo mejor con el robot malo drogadicto y un nene que manejaba la mafia. Robocop no lo mata al final, se muere por justicia poética asesinado por su súbdito robot jala pala. Para una remake de Robocop deberían tener a Harvey Keitel dirigido por Abel Ferrara, como en Un maldito policía (Bad litterman, 1992). Imaginen al Keitel pasado de merca con circuitos robóticos colgándole del cuello mientras obliga a las minitas en el coche que le hagan caras de putas y él se pajea con un enchufe en su entrepierna. Nada mal. Yo pagaría por ver eso. Estaría mucho mejor que esa patética tercera parte donde el poli robot se consigue unas alas para volar por la ciudad y matar mendigos sublevados. Terrible.
 
Gremlins l y ll (1984, 1990) fueron estupideces abismales que vi varias veces y siempre me gustaron. Salvo cuando choqué con la primera hace un año nada más y la volví a ver. Cagué toda la emoción al notar lo aborrecible y mal hechos que estaban los muñecos. Pero en su momento funcionaban, en especial la segunda parte al final cuando todos los bichos se reúnen en el salón del edificio tomado y tienen una partuza mientras el intelectual canta “New York, New York”. Guismo Caca.
Macaulin Culkin en Mi pobre angelito (Home alone, 1990) se lleva los premios, el pendejo era un hijo de puta tan tierno y adorable que se volvió un icono mundial. Y hay que admitir que es graciosa, o al menos no aburrida. Aparte está Joe Pesci, y cuando él está la entrada valió la pena sin importar que se vea.
Cuando vi la segunda parte, Mi pobre angelito ll, perdido en Nueva York (Home alone ll - Lost in New York, 1994) fue en un cine continuado junto a Locos del aire (Hot Shots!, 1993), esa con Charlie Sheen antes de pasearse en pantalones cortos, mocasines y medias blancas hasta las pantorrillas por todos lados. Lo único que recuerdo de esa película era cuando usaban una gallina como flecha, la cámara la seguía mientras volaba y podías ver la cara de desesperación del ave hasta que se estrellaba en el pecho de un maloso empleado de Saddam Hussein.
Todo ese humor me servía para hacer del absurdo un estilo de vida, pero algo quedaba en el tintero. Era el insulto puro y sin sentido que aún no encontraba. John Waters llegaría unos años después.
 La Máscara (The Mask, 1994) me presenta a Jim Carrey y me hago caca en los calzones con el delirio, los colores y los efectos.
Highlander (1986) fue otro caso similar, aunque Chistopher Lambert me provocó gonorrea la película en sí está genial. Espadas, inmortales, Sean Connery, decapitaciones. De a poco armaba en mi cabeza el rompecabezas perfecto.     
Para mitad de los noventa ya llevaba una larga lista de películas en mi haber, y como estamos en confianza, también de traumas.
Mi papá terminó por desaparecer en una nube cósmica de gases. Algunos me dicen que murió de cáncer, pero para mi es más divertido creerlo así. Sea como sea se convirtió en aire.  Mi mamá, nueva viuda, se recuperó de sus crisis existenciales de ama de casa aburguesada y se convirtió en la más puta del barrio.
Y mi VCR estaba en su mejor momento. Aparece de casualidad frente a mi Dick Tracy (1990) y la misma peluca que se me volaba años atrás directamente estalló.
Warren Beauty paseándose con su impermeable amarillo por los mejores sets armados de la década es sublime. Al Pacino y la exageración hecha arte, Maddona en el único papel que no provocaba muerte súbita al verla. Y los colores, fue mi primer droga alucinógena sin duda.
El día que probé la droga de verdad pensé que si deliraba un mundo como aquél me convertiría en adicto en ese mismo momento. Sí me convertí en adicto, pero por otras razones y de otras drogas.  
Como mi vieja traía un tipo diferente cada noche el VCR pasó a mi habitación. Listo, ahora podía convertirme en ermitaño y cumplir con mi primer meta en la vida, no pasó claramente pero si me dio la oportunidad de meterme lentamente en un submundo prohibido.
Por esos años pasan en la tele, seguramente en Telefé, Terminator (The Terminador,1984). No recuerdo si es así como lo creo pero estoy casi seguro que fue la primera vez que veía tanta violencia absurda junta.
El Arnoldo junto a Silvester Stallone con Rambo (First Blood, 1982) y Rocky (1976) calaron hondo en mi inconsciente, no se convirtieron en mis héroes ni nada por el estilo, fue la revelación de la lucha sexista su mayor logro en mi persona.
Estos machos anabolizados con falencias de inteligencia eran brutos, animales, asesinos sádicos. El Vengador del futuro (Total Recall, 1990) y las secuelas de Rambo y Rocky completaron la ecuación. Después vi Harrison Ford con su Indiana Jones en Los cazadores del arca perdida (Raiders of the lost ark, 1981) y Bruce Willis en las dos primeras partes de Duro de Matar (Die Hard, 1988) y no me quedaban dudas al respecto.
La mente de un hombre puede ser tan fácil y previsible en la ficción como en la más cruda realidad.
Mi viejo, el Arnoldo, el Silvester, Jean Claude Van Damme, Harrison, Warren , el Bruce, etc. Todos y cada uno de ellos hicieron darme cuenta donde estaba, en un mundo machista dominado por la incoherencia de las hormonas.
El hombre es eso, responde a su instinto y no a su capacidad de lógica. El mundo es eso, responde a su violencia nata y no a su inteligencia lograda.
Las películas se convertían en la perfecta radiografía de una sociedad patriarcal. En la Argentina en particular viví esa realidad a cada momento, recuerden Grande Pa! sino y atrévanse a negarlo. La única figura femenina en el poder era María Julia, las figuras televisivas eran… las mismas que ahora, joder! Mirta, Susana y la mar en coche son el ejemplo de la mujer que aceptaba ser patética, relegada a la función de mujer y no de ser humano.
Machos sobraban, hombres faltaban.

martes, 16 de marzo de 2010

El día que Argentina jugaba contra Alemania en la final del mundo en el año 1990, mis padres deciden juntarse con sus amigos a compartir el fanatismo patriótico, perfecta excusa para que los hombres miraran y las mujeres murmuraran por lo bajo criticando a sus maridos distraídos. En medio del partido, al cual yo no prestaba nada de atención porqué siempre fueron veintidós boludos atrás de una pelota, tres tipos se cuelan por la terraza a robar. Una de las mujeres se mete rápido al baño y llama a la policía. Se le cagaron de la risa. Pero señora, estamos en medio de la final del mundo le dijeron. ¡Nos están robando! Gritaba la histérica desde el baño. Mantengalos ahí hasta que se acabe el partido y enviamos una patrulla, le dice el oficial. Los ladrones noventosos (muy cierta la diferencia estética con los del nuevo siglo) la escucharon putear a grito pelado desde el baño y la sacaron de los pelos. Nos ataron y se llevaron todo lo que pudieron al hombro, en la calle no había nadie. Cuando se van, uno de los viejos amigo de mi papá se muere de un infarto, tal vez debido al susto o tal vez debido a una casualidad muy graciosa e inoportuna. El dueño de casa enloquece, le robaron todo y se le muere un amigo delante suyo en media hora nomás. La policía llega una hora después con el odio de la derrota estampado en las caras y ve una casa desvalijada, un muerto y un montón de minas al borde del colapso mental.

No tardé en pensar que la vida es un sinfín de absurdos sin conexión.

Cumplo siete años. Año 1991. Para éste entonces tenía una sola cosa sabida: Quiero morir viendo una película.

Mi papá comienza a desaparecer despacio como un fantasma, se pone transparente un poco más cada día. Cierta noche vi una película a través de él, sólo que descubrí que estaba delante de la tele unas horas después.
Mi mamá sufre crisis nerviosas como resfríos. Una tarde cayó desplomada con la cara al suelo delante de mí después de haber gritado y llorado durante horas vaya a saber porqué razón.
En el suelo y sin moverse lo que me dio a pensar es que había muerto, pero no me preocupé, no era un niño que se tomara las cosas trágicamente. Hoy lo recuerdo y tal vez sea cierto que algún problema mental tenía, pero en aquel entonces lo que hice fue lo más natural y sensato para mi, como mamá cayó delante de la televisión la use de sillón. Me senté sobre ella y vi ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Who framed Roger Rabbit? 1988) Fui tan feliz, hasta que mi vieja despertó y me hizo pegar el susto más grande de mi vida.




Un señor de pelos batidos y en pantalones de cuero caminando de cabeza. David Bowie en Laberinto (Labyrinth, 1986).
Me enamoré de esa imagen, la Conelly todo bien pero era otra adolescente insulsa poniendo caras de circunstancia. Era él haciendo levitar las esferas de los recuerdos en las manos, era la sensualidad de su caminar, era la voz que me llamaba a meterme en el laberinto y perderme para siempre.
Tanta ambigüedad sexual (que no tenía idea que era) me hubiese provocado una segura erección si en ese entonces mi pito entendía para que estaba en éste mundo, pero todavía era un infante.
La película es de esas que pasados años sigue funcionando a la perfección, cumple en cada una de sus metas y logra transportar al espectador a un universo propio. Y creo que es por Bowie, la inocencia boba de una historia infantil choca con la presencia de éste villano glam que regala erotismo y misterio.

Para ese tiempo no paraba de ver una película tras otra. Ya no existía nada en este mundo que calificara de interesante si no salía por una pantalla.

viernes, 5 de marzo de 2010

Mi vieja compra Alicia en el país de las maravillas (Alice in Wonderland,1941) de la Disney. Y la mejor expresión que encuentro para explicar ese momento fue: ¡Cristo puto!
Mamá me pregunta donde aprendí eso, me encojo de hombros y digo que se me ocurrió. Que imaginación tenés nene, dijo mi vieja mirándome de reojo. Andá a la concha de tu hermana muerta, pensé pero no dije, aunque tenía razón ella al predecir que sería un erudito mental para los insultos ofensivos.

La vi doscientas veces, una y otra vez, una detrás de la otra. Se me rompieron las córneas y las hemorroides se convirtieron en visitantes asiduos.

Fue la época de Walt Disney, en ese momento se aspiraba un aire fascista en mi casa que encajaba a la perfección con la ideología escondida del ratón.
Una seguidilla de pequeñas maravillas que además no dejaron duda acerca de mi futuro sexual. La sirenita (The Little Mermand, 1992), La bella y la bestia (Beauty and the beast, 1991) Bambi (1942) y la primera película animada que veo en el cine El Rey León (The Lion King, 1994).
De todas hubo una que sobresalió, la que me hizo volar en posibilidades infinitas, la que me demostró que la oscuridad podía estar ahí a un paso. La Bella Durmiente (Sleeping Beauty, 1959) y en especial la bruja y el final cuando se convierte en dragón.
Se me llenaron los calzones de mierda al verla por primera vez. Era la maldad encarnada. Recuerdo que al terminar de verla miré a mi mamá y me reí de ella a carcajadas. Supe en ese momento que no existía nada tan malo en mi familia que pudiera superar a una vieja frígida que tiene el poder de transformarse en un dragón escupe fuego.

Mi familia pertenecía a la clase media acomodada de la década grasa. Mi viejo creía que era un ejecutivo, en realidad era un empleado, mi vieja creía que empollaba huevos de oro, en realidad era una resentida amargada que no se movía del sillón.

En mi casa no pasaba nada interesante. Necesitaba miedos, necesitaba la adrenalina que la vida no podía darme.

Siempre fui torpe para los deportes, por ende en los recreos del colegio me quedaba en un rincón. No tenía amigos, no era simpático y cuando podía me meaba encima para que nadie se me acercara.

Por buscar maneras ridículas de mantener a la gente alejada una vez me cagué encima en el aula al hacer tanta fuerza pensando que sólo saldría pis. Mis compañeros empezaron a oler mierda estancada y tardaron micro segundos en visualizar el pantalón abultado y las moscas poniendo el mantel a mis pies. Me encerraron en un círculo y me vacilaron como los niños suelen hacer, sin crueldad pero con la verdad que a veces suele mucho peor. Llamaron a mi mamá, y la hija de puta cayó con una genial idea, como no podía llevarme hasta casa así, me bañaría en el lavatorio del baño de varones dentro de la escuela. Y cierto que lo hizo. No retruqué, no me negué y por eso me llevé el recuerdo más humillante de mi corta existencia.

Ese día descubrí que ante las circunstancias trágicas jamás hay que confiar en una madre.
Necesitaba miedos, como dije. Pero tampoco la pavada.

La realidad no me provocaba la sensación de temor, mis padres no lo provocaban tampoco, no tenía abusón en la escuela que se aprovechara de mi porqué era prácticamente invisible, no me acechaban monstruos ni me querían secuestrar gitanos como decía mi vieja cada vez que veía uno. Entonces volví a mirar mi VCR.
Estúpido ¿Cómo no te diste cuenta? Todas las respuestas estaban allí.

Un buen día llega un señor rarito con un peinado más extraño aún con un mundo nuevo para mí. Tim Burton.

                                                                                                 
Veo Batman Vuelve (Batman Returns, 1992) y todo lo que creía cierto sobre éste mundo se derrumba en segundos.
En el cine Rivera Indarte, sala uno, la más grande, allí veo a Michelle Pheiffer agarrar la caja de leche y tomarse un sorbo lleno de erotismo, y eso que no tenía la más puta idea de lo que el erotismo era. La Pheiffer enloquece, rompe todo a su paso para abandonar a su aburrida y reprimida Selina Kyle y darle vía libre a Gatubela, puta incontrolable. Pero lo más llamativo no era su descontrol, no para mí al menos. Lo que me voló la peluca en sentido literal (imagínenlo) fue que era una supervillana depresiva. Su angustia y ambigüedad la tenían mal. Y cada sentimiento me calaba profundo en el corazón, la entendía y la justificaba. Ella sólo quería amor.
La película emana perfección por donde se la mire. Hoy -años después- lo reafirmo con la impunidad que la adultez me regaló. Es Burton por donde se la mire, en cada plano, en cada sombra, en cada rincón de la escena. Sus personajes están cargados de miedos, dolores y sueños de libertad imposibles.
Son los mejores villanos en la historia del cine, y quien piense lo contrario que venga y me chupe los testículos.
Danny DeVito nació para ese papel sacando el animal fuera de la piel, lo lleva hasta la credibilidad y un poco más. Y el dinamismo de los dos es una coreografía pensada a la perfección. Cuando Gatubela va a visitar al Pingüino y ofrecerle una alianza ella está acostada en la cama diciendo que tienen un enemigo en común, él la va rodeando mientras pregunta quién puede ser hasta que quedan boca frente a boca y ella dice sensualmente “Batman”. ¡Eso es arte, la concha de la lora! Y la secuencia no termina ahí, después viene la parte que Gatubela se manduca el pájaro y finaliza pidiendo permiso para darse un baño allí mismo. Magistral.

Esos mismos villanos se convierten en mis nuevos referentes. La fórmula toma forma y coherencia en mi cabeza, el antihéroe es mi héroe.


                                                                                                 
Odiaba a Buggs Bunny y su soberbia descontrolada. Necesitaba un buen disparo en el medio de los ojos para dejar de hacerse el canchero, lástima que Elmer nunca pudo dárselo. Así también siempre esperé ansioso y con un dejo de esperanza ver como el coyote atrapara al correcaminos, o como Silvestre se lastrara de una vez a Twetty. Nunca pasó, al menos hasta dejar de ver animaciones de Hanna Barbera.

De todos los secundarios a la sombra del protagonista, el mejor, el incomparable, es el Pato Lucas. Histérico, malhumorado, traicionero, egoísta, codicioso, sicótico. Una galería de características que poco a poco se fueron convirtiendo en mi descripción personal.

No creo que el Pato Lucas fuese la imagen paternal ausente, es mucho decir, pero que influyó en la personalidad al punto de moldearme en aspectos varios de mi vida sí es cierto.

El Pato Donald es otro referente, pero el inconveniente aquí es Disney, para ésta época ya lo odiaba. Su inocencia al borde de la idiotez, personajes mongólicos y afeminados como Mickey Mouse me sacaban de quicio, Goofey (Tribilín pa los amigos) superaba el rango de torpe para ser simplemente odioso. Las ardillas estaban bien, en especial con el Pato Donald porqué eran malas pero de todos modos no llegaban ni a los talones de personajes como Elmer o Sam el pirata.