No se cuanto de verdad hay en esto, pero he escuchado decir que el lugar de donde provenimos dice más de nosotros que nuestra propia personalidad.
En aquellos años de secundario, la marginalidad estaba a la vuelta de mi esquina, ni siquiera tanto, estaba en la puerta. Y aquí llego a tratar un punto delicado como es definir que es marginalidad. No me interesa ningún aspecto social que pueda encajar en estúpidas e inservibles encuestas de diarios amarillistas, menos entenderla como algo relacionado de manera exclusiva a la seguridad (o la falta de ella), no separo en colores de piel ni clases basadas en el poder económico como a Nietzsche le hubiese gustado, sólo cuento aquella realidad que alguna vez me tocó vivir. Por esos años, todo lo que conocía como prohibido por parte de mi educación se presentaba delante de mí como una opción de rebeldía. Entonces, mi concepto de marginalidad se basa en la posibilidad inmediata de romper las reglas que hasta ese momento creía correctas. El hecho que todo pasara en una zona considerada marginal por todas las otras cuestiones que antes nombré, puede ser mera casualidad.
Mi colegio quedaba (aún queda) en Bajo Flores, desde la terraza se podía ver completo el hospital Piñero y detrás de aquel paisaje de edificios derruidos se levantaba majestuoso el cementerio de Flores, si uno se esmeraba podía llegar a leer que decían las placas en los panteones. Mirando para el lado contrario se veía a la perfección el Fonavi (Fondo Nacional para la Vivienda) del Bajo, una iniciativa de Perón en su último mandato de convertir las villas miserias en complejos de monoblocks, para que terminaran pareciendo islas aisladas del resto de la ciudad que imponían más miedo que las villas que antes existían allí. Justamente de ahí venían los muchachos que se juntaban en la puerta del colegio todas las tardes. Tenían muchas buenas razones para estar allí: enamorar a las inocentes niñas de primer año, vaguear hasta que le salieran costras en los huevos, intimidar a los pobres pendejos asustadizos y posar en su imagen de chicos malos delante de una institución religiosa como mi secundario era. Para mí, sólo estaban para vender drogas (antes de eso, para hacerme conocer las drogas), por lo tanto todo lo demás que pudieran hacer me resbalaba. Estaba “el Soto”, “el Guille”, “Cataña”, “el cata”, “Sotito”, éste último era el hermano menor de “el Soto”, de ahí su sobrenombre. Todos ellos eran chicos buenos. Tenían una reprochable necesidad constante de portar armas, robar y matar si era necesario, pero no por ello dejar de ser los muchachos con los que te da ganas de perder el rato.
Cuando estaba en segundo año, al “Soto” le pegaron un tiro en la pierna, durante meses lo vimos llegar con las muletas a la puerta del colegio, después no lo vimos más porque había muerto de gangrena. Destino cruel. Pero la anécdota es otra, sinceramente “el Soto” me refriega los testículos. Al parecer era un picaflor como pocos, un Don Juan del Bajo Flores, un machote con mucho esperma utilizable. Al abandonar la Tierra, empezó a aparecer un desfile de chicas embarazadas, todas llevando el producto del semen de “el Soto” mezclado con un ovario activo de la chica de turno. Vuelvo al punto anterior, porque el prejuicio es una línea tan delgada que puede ser cruzada sin quererlo, y una vez que llegamos al otro lado, difícil es volver. Pienso, ¿en otro lugar las chicas hubiesen actuado de otra manera? En otro estrato social, ¿las cosas se hubiesen resuelto en paz? No lo se, no quiero saberlo en verdad, la realidad que me tocó es esta y punto (¿Vieron? Acepté mi realidad). Les pregunto a ustedes, antes de saber como continúa la historia ¿Qué hubiesen hecho si llevan un crio de un muerto y se enteran que como ustedes hay más de tres en la misma situación? Que aborten, es la respuesta más rápida. Pero el aborto es para nenas blancas que dicen estar en contra del aborto, es para hijas de padres pudorosos que prefieren pagar un aborto antes de sufrir la humillación pública de una hija adolescente embarazada. Siempre está el confesionario para lavar cualquier culpa. Para las otras, las nenas que no pueden pagarlo, queda el embarazo, la maternidad antes de los quince, queda lo que ya conocemos como marginalidad.
Sin más preámbulos, una tarde de agosto en la escuela nos enteramos que esa tarde las chicas preñadas (todas estaban el colegio) se pelearían a mano cruda por el amor del muerto. Honestamente, no es tan descabellado, la que ganara diría que “el Soto” sólo la amo a ella y ese hijo llevaría su apellido, y él no estaba para decir lo contrario, no había manera de contradecir a la muchacha vencedora. Pues, esa tarde, ahí estábamos todos expectantes: los de quinto año reían pensando en ver a cuatro nenas pelear a puño limpio, los curiosos como yo esperábamos conocer como peleaban las chicas, tal vez agarrándose los pelos y tirándose al piso entre llantos. Toda la previa era excitante, la calle estaba vacía ahí en la esquina de Zuviria y Lafuente… Bueno, vacía de vecinos y posibles policías, éramos casi doscientos pibes con uniforme de colegio en ronda esperando ver el espectáculo. Y llegaron, hablaron primero algo que nadie lograba escuchar e inmediatamente empezaron los puños. El recuerdo me asusta hoy en día, esas chicas no se tiraban de los pelos acompañadas de gritos agudos. No, esas chicas se mataban a golpes duros y patadas. Se rompían la cara, ¡y eran cuatro! Volaban trompadas para todos lados, caían dientes al piso como si nada pasara, caían con todo el peso de sus cuerpos al piso y venía otra a caerle encima y martillarle el cráneo a golpes. El show se puso agresivo, nada cómico. Las separaron porque cualquiera podía morir en aquella pelea, y todos los presentes nos mirábamos con caras de culpa mezclada con sed de sangre. Como los romanos, pero en plena década del noventa y en Bajo Flores. Me fui a casa con necesidad de ver una película, de perderme en la nebulosa irreal que me alegraba los días, la realidad del día había sido demasiado para mí.
¿El final de la historia? ¿Qué pasó con las chicas embarazadas?
Vamos, este es mi blog, es mi historia. La de un nene puto con miedo a salir a la calle y vivir ¿Acaso no puedo darme el lujo de bajar línea sobre lo que pienso sin medir en cuanta coherencia tenga dentro de la historia general? Es mi catarsis, mi modo de ver el mundo que me rodea y al que no le guste… al que no le guste, que no lo lea más.