Una noche como cualquier otra, a los catorce años, fume mí primer porro. Conmigo estaban dos amigos más del barrio. Uno ya era un fumón con prontuario, el otro era más dormido que yo. Estábamos en mi casa, los tres en mi pequeña habitación verde de dos por dos, en el fondo de la casa. El sucucho que mi madre me regaló para hacerme sentir independiente, no quiero decir que realmente hizo de ese deposito un cuarto sólo para mantenerme alejado de su habitación y los sugerentes ruidos que cada noche se escuchaban ¿Lo dije? Bue…
El fumador experto trajo marihuana de Parque Patricios, donde él vivía y conseguía. Pero más allá de tener a un culturizado drogón en nuestras filas, por la inexperiencia y la poca preparación, nos habíamos olvidado de comprar papel lillo; lo terminamos armando en un cigarrillo desarmado, poniendo un lápiz en el fondo para que mantuviera la forma redonda y larga. Tirados en el piso, en el medio de una charla intrascendente de adolescentes con tiempo libre de sobra y con Sumo sonando de fondo (no puedo recordar que disco en particular) veía al “experto” amasar porro con las yemas, preocupado en su tarea como si su vida dependiese del optimo resultado final. Todo parecía pertenecer a un rito mágico; no se mi otro amigo, pero yo llevaba la ansiedad de una colegiala a punto de perder su virginidad celestial en manos del chico popular, tal vez porque veía en ese montón de hojas verdes picadas el símbolo de mi rebeldía idiota. Antes de fumar ya había tenido sinceras ganas de hacerlo, veía a los reventados de la puerta del colegio tarde tras tarde prender porro tras porro, y yo quería también. Pero, vaya a saber porque, supe esperar. En ese sentido, fue una de las pocas veces en que no me dejé llevar por el primer impulso de necesidad al no fumar con ellos, tendría ganas pero la imagen de quedar drogado junto al conjunto de marginados en las escaleras de la iglesia me daba cierto miedo, suficiente como para no hacerlo y dejar que el momento fuese propicio. Como verán, estaba poniendo expectativas fuera de lugar en un acto tan ignoto como fumar marihuana, creyendo que la droga sería el primer gran paso hacía la destrucción total de la realidad. Convengamos que la idea que yo tenía de las drogas, así fuese un mísero porro mal armado, se basaba en las palabras de adultos preocupados a quienes les gustaba achacar todos los males del mundo a un conjunto de drogadictos despreocupados. Pobre nene tonto, pensaba que un bollito de hojas verdes lo haría ver el mundo que no era capaz de ver por si solo. Era inocente, por supuesto, pero la ingenuidad me superaba. Creía verdades muy lejanas a la verdad, creía que un poco de droga inofensiva me abriría las puertas de la percepción, me haría conocer realidades paralelas y mundos imposibles de alcanzar con la mediocre e impoluta mente sana del humano común. En este espacio tendría que ir una risa desbordante de sarcasmo, algo así como un ¡JA!
Después del trabajo de armado; largo, difícil y complicado por la falta de papel para rolar, estuvo listo el porro y llegaba la hora de fumar. Y así tuve la primera decepción, no haber tosido. Estaba convencido que al probar la primer pitada mis pulmones saldrían disparados al exterior, pero no sucedió. Sólo sentí un leve cosquilleo en la garganta, un poco más fuerte de la que los cigarrillos que ya estaba acostumbrado a fumar me provocaban. Todos los recuerdos de tosedores crónicos que aguantaban el humo hasta ponerse morados se me cruzaron en la cabeza, y todos ellos, en una fracción de segundo, me parecieron imbéciles. Bueno, no te impacientes, pensé, es muy probable que por ser la primera vez mi cuerpo no se haya dado cuenta, seguro que cuando quiera levantarme las piernas me van a fallar… Me puse de pie y no sentí nada. Me habían dicho que la primera vez no hacía efecto pero no creía que iba a quedar igual que tomando el te con la tía. Poco a poco el porro fue consumiéndose, el disco de Sumo fue acabándose y mi alegría fue desvaneciéndose. El drogón no paraba de reírse y yo pensaba que era el más pelotudo de la tierra. El otro amigo que también fumaba por primera vez se sacaba los mocos y los miraba absorto en su tarea (aún hoy dudo si era a raíz de la droga o de su estupidez innata), y yo veía como todo un abanico de infinitas posibilidades creadas por mi imaginación se destruían. Nada cambiaba, cada cosa era exactamente igual que antes. Resultaba que el porro era más de lo mismo. Esa noche me dormí temprano con un sentimiento de decepción gigantesco. Pero no por ello tomé posición anti drogas, tampoco el extremo idiota.
Después de aquella abúlica noche sin efecto, creí por un tiempo que la droga podría no ser propicia para mí. Por suerte, tenía un primo mayor que yo, y bastante más curtido que yo, parando en las cuadras de Parque Chacabuco. Sólo tuve que contarle que había probado la marihuana para que a partir de ese día no me faltara un simpático bagullo en mis bolsillos. Y a partir de esos días, la noche en que el porro no me pegó, quedó como un recuerdo lejano y gracioso. Con los años aparecerían las pepas, la cocaína, los ácidos alucinógenos, el éxtasis, otras drogas sensitivas, la ketamina, los hongos, las anfetaminas y tantas otras con nombres y efectos imposibles de recordar. Mis aventuras, de un día al otro, se volvieron realmente interesantes e incoherentes.
lunes, 23 de agosto de 2010
Hubo una extraña moda nacida de la mano del gran maestro del marketing, George Lucas. A finales de los noventa se reestrena en cines -con dos semanas de diferencia entre una y otra- la trilogía completa de Star Wars con todos los chiches nuevos a los que podían acceder en ese momento. Escenas eliminadas, retoques digitales, hasta personajes nuevos metidos en viejas situaciones ya conocidas. Resumido a dos palabras, un robo. Los fanáticos fundamentalistas de la saga habrán tenido el justo derecho de quejarse, ofenderse y hasta llorar desconsoladamente, yo nunca fui uno, simplemente me encantaban esas películas, las conocía de memoria y disfrutaba sin freno. Por tal razón, su reestreno en pantalla grande fue festejado y agradecido por mí. Recuerdo en especial la última parte, El Regreso del Jedi (Return of the Jedi), mucho antes de ser episodio VI, el recuerdo de la sala más que del film en sí; al fin y al cabo estaba viendo una película en cine que ya había visto más de diez veces en mi casa, no hubo demasiada sorpresa, pero en la sala vi a los padres, a los señores de cuarenta tan (o más) emocionados de lo que yo podía estar, el rejunte de calvas y panzas prominentes con el acné juvenil, todos compartiendo la excitación de volver a ver a Darth Vader sacarse el casco. Y tuve un corto instante donde vi mi persona veinticinco años más adelante, haciendo lo mismo que en ese momento, como esos maduros que soltaban al niño interno al menos por dos horas y media en la oscuridad de una sala. Y por primera vez en mi vida, sufrí nostalgia. Hacía un tiempo que no estaba perdido, porque lo estaba viviendo en ese momento, pero que de pronto parecía ajeno ¿cómo sería yo a los cuarenta? No podía imaginarme realmente, sólo me comparaba con el adulto que tenía delante en el cine, pero ese adulto era un extraño, su vida era otra. Yo no era él, pero yo tampoco era yo sin embargo ¿Como llegar cuando no se ve el camino? Entonces, una corta y efímera epifanía cayó delante de mi cara, soy pesimista y a los cuarenta voy a estar realmente amargado. La única esperanza que guardé fue que a pesar de la amargura pudiese a los cuarenta sentarme en una butaca en el cine y sonreír, tal como lo estaba haciendo en ese momento. Cada día me aseguraba más que dentro del cine, todo estaba bien. Era feliz, sin pensamientos nefastos o temores hacía el futuro posible, pero así como el cine regala, también quita. Sin que haya pasado mucho tiempo de Star Wars, se reestrena El Exorcista (The Exorcist) utilizando la misma premisa de estafa sin pudor. También había visto ese film repetidas veces, pero cuando la volví a ver en la pantalla grande el culo se me frunció como si cada imagen hubiese sido nueva. Me asusté de verdad. Fue la primera vez que llegué a casa y al apagar la luz de la habitación estuve incómodo, con una presión injustificada en el estómago. No por el diablo, sigo repitiendo que un cura me da más miedo que el demonio en sí (mucho más si tiene la cara de Max Von Sydow), sino por el conocimiento del mal abstracto y la posibilidad de tener alguien mirándote desde la oscuridad más cercana. Entonces llegan dos películas más, que -como dije la vez anterior- fueron todo para mí, pero consiguieron que ese temor que El Exorcista me hizo conocer, calara profundo. De pronto, descubría que era un cagón tanto en la verdad como en la mentira, la fantasía se hacía perjudicial para la realidad al no discernir cuando se acababa una y empezaba la otra.
Cuando vi El Proyecto Blair Witch (The Blair Witch Project, 1999) ya conocía de antemano el juego, sabía que era un falso documental y que jamás la bruja había hecho cagar fuego a los tres nabos, de todos modos tuve miedo, ni siquiera me asusté, fue un real y tangible miedo a lo que no veía, a lo imposible, a más oscuridad, a perderme y no encontrar la salida, a no poder decidir sobre mi destino si la puta casualidad me llevaba al lugar equivocado en el momento equivocado, a los extraños, a no recibir ayuda cuando se la necesite, a los bosques, a las casas abandonadas, a las gordas histéricas, a la falta de privacidad, a los pueblerinos, a la compañía no querida, a los ruidos. Miedo a sufrir miedo de verdad. Más allá del film como tal, más allá de sus limitaciones técnicas y sus lugares comunes, es una maravilla de originalidad que me dejaría marca de allí en adelante, y la horrible sensación de no saber cuando se termina lo imposible y comienza lo posible. Antes agradecía ese mismo hecho, a partir de la bruja de Blair empecé a padecer ciertos factores de ese hecho, casi todos representados por el miedo. Así llego a esa última película de las cuatro nombradas, otra que me hizo asustar demasiado, pero esa vez sin sobresaltos ni el mal con nombre y apellido, una película que hizo evolucionar mi miedo, ubicándolo en la inminente realidad que estaba a punto de vivir. En la calle Lavalle le pedí a una señora que me sacara la entrada para ver la película, obviamente no me iban a dejar entrar por mi edad. Casi a escondidas entré a ver Ojos Bien Cerrados (Eyes Wide Shut, 1999), la obra póstuma del Maestro Stanley Kubrick y canalicé mis mayores miedos a través de las desventuras de Tom Cruise, porque a diferencia de la bruja o el diablo en el cuerpo de Linda Blair, la amenaza venía en otro envase, intimidante, silenciosa y resentida. El sexo estaba muy presente en mi cabeza en ese momento, aún era virgen y llevaba la conciencia que en cualquier momento eso se acabaría, el problema era como. Y de pronto veo plasmado en la pantalla como el sexo, el amor y los banales conceptos de familia son viles mentiras, porque el ser humano es frágil e inseguro. A través de una historia excesivamente simple, la película lograba escarbar en estados tan profundos y reales del hombre que yo no podía hacer otra cosa que temblar del terror. Como me pasó con Star Wars, volví a sufrir nostalgia por mi presente, imaginando un futuro donde las negaciones y los absurdos estándares de una vida normal y sana me llevarían a la inevitable insatisfacción, destruyendo la verdadera felicidad que todo joven sueña. No quería verme escapar a los cuarenta, quería hacerlo en ese momento, quería gritar de pánico y descubrir lo que deseaba sin que nada, pero nada, me determinase si estaba en lo correcto o no.
No quería llorar de viejo pensando en lo que pude ser y nunca me animé.
Con todos esos temores flotando en mi cerebro, llegó el inevitable día en que se hicieron carne. Éramos cuatro, nos subimos al coche del padre de uno de la manera más ilegal posible, sin permiso, sin edad para manejar por la calle y con marihuana y alcohol en la sangre. Vamos de putas, dijo uno, los otros dos festejaron la idea y yo tragué saliva. En la boca del estómago ya empezaba a sentir una acidez producto del terror, pero asentí en silencio, sin pensar. Desde la casa de mi amigo hasta el puterio nos separaban veinte cuadras nada más, siempre esperé que la policía nos detuviera en ese lapso, la imagen de dormir en un calabozo resultaba mucho menos intimidante que meter el pito en la concha de una desconocida. Destino evidente, Bajo Flores. La calle Varela a media cuadra de Rivadavia, pegado a un boliche de música brasilera del cual salía y entraba gente todo el tiempo sin dejar de mirar asombrados a cada pendejo que llegaba al burdel, como si nunca hubiesen visto a un mocoso caliente a punto de ponerla.
Lugar (antro) oscuro, letras de neón rojo en la puerta con el sutil nombre: Woman’s. Dentro, un bar común y corriente, sólo diferente por un escenario de madera pintada en el medio donde una “chica” bailaba (sin ganas) en un caño, y muchas más “chicas” pululaban por ahí en portaligas, bombachas y nalgas flácidas meciéndose impunemente. Nos sentamos, nos trajeron la obligada cerveza que hay que consumir mientras las muchachas se van acercando y acariciándote la nuca sin que se lo hayas pedido. Luego, si gustas de ella, le decis que se quede con vos, se sienta en tu pierna, averigua que tengas plata, se toma tu cerveza y te lleva de la mano a los cuartos. Pero antes que la desafortunada chica que me tocó se me acercara, tuve el tiempo suficiente de visualizar todo mi alrededor y sentir como las piernas me empezaban a temblar. Porque rodeándome (no solo a mí, claro) estaban esas señoras de culos inmensos y pose de arrabaleras, hablando a los gritos y riendo cada vez que te miran, la mayoría centroamericanas, morochas morrudas que no quieren perder el tiempo, con media teta afuera a sabiendas, la dejan ahí para calentar a quien quiera calentarse de eso.
¿Qué pasa muchachito? ¿No te calienta esto? ¿Te pongo nervioso? Decían al pasar y se agarraban fuerte las gigantescas tetas caídas, obviamente riéndose de lo que sería mi cara en ese momento, un rostro delator del miedo que cargaba, todo blancucho y sin un solo pelo en los bigotes. Pero hubo una que tal vez me vio y se apiadó (quiero creer que fue por eso), era flaquita y menuda, al menos a su lado no sentía que un culo gordo y carnoso podía comerme por completo. Estuvo unos diez minutos conmigo, casi sin hablar, yo intentaba preguntar cosas, idioteces claramente, y ella respondía con un gesto de cabeza mirando para atrás, esperando terminar el mísero vaso de cerveza, ir a coger y continuar con la noche. Todo lo que yo podía sentir en ese momento, a ella le resbalaba sin cuidado. Entonces se levantó el primero de mis amigos, con una sonrisa de oreja a oreja, y empezó a caminar. Pero me extrañó que caminara hacía la puerta de salida y no al fondo ¿Qué pasó? Pregunté yo, cada vez mas atemorizado. Atrás es la cocina, las habitaciones están al lado, me dijo ella en el medio de un bostezo (fue la primera vez que sentí el aroma a pija ajena tan cerca de la cara). ¿Hay qué salir afuera?, mi voz aguda tembló. No pasa nada chiquito, vamos. Me agarró de la mano y me sacó, sin que yo tuviese dos segundos de lucidez donde darme cuenta que no quería estar viviendo eso.
Ella tenía un short muy pequeño, un portaligas negro y corpiño y para salir a la calle se agregó un saco transparente. Aún de la mano, salimos del local y caminamos solo dos pasos hasta la puerta de al lado, una puerta de dos cuerpos, de chapa despintada y apariencia de matadero. Tocó el timbre, de adentro tenían que avisarle si había “habitaciones” vacías. Mientras esperábamos, en el boliche brasilero seguía entrando y saliendo gente. Esa vez se detenían directamente a mirar y reírse de como el pendejo esperaba a entrar de la mano de la prostituta. Entramos, pasillo largo que daba a sucesivos cuartos de uno por dos, todos color celeste sucio. Se escuchaban los gemidos, y se veían salir a las diferentes chicas con los clientes, pero ya no de la mano. Una vez que se paga, se acaba el amor. Y cuando entré, me bajé los pantalones, le dije que era mi primera vez intentado apelar a su buena predisposición, ella rió, se sacó la bombacha, se puso el forro en la boca y de ahí a mi pito. Muerto, flácido, inexistente. Y la chupó así, mirando el techo, hasta que me dijo que el tiempo se estaba por acabar, así que podíamos coger, y no se como lo hicimos, ella agarró la pija, la manipuló con increíble maestría y la colocó dentro de ella. ¡RING! La bocina avisó que se acabó el tiempo, ella se levantó, se lavó delante mio y salimos nuevamente al local. Y allí esperé a que mis amigos terminaran de aparecer, y la noche pasó, entre risas y festejos de mis compañeros y una sonrisa falsa y costosa en mi cara.
No voy a llorar de viejo por esta historia, de eso estoy seguro. Pero tampoco voy a reírme.
jueves, 5 de agosto de 2010
La adolescencia abarcó muchas cosas, entre aprendizajes y frustraciones, que hacen al sujeto que hoy escribe. El desconcierto hormonal, la marginalidad nombrada la semana anterior, el pesimismo creciente, la aceptación de la realidad como una inevitable parte de mi existencia, el desinterés por la vida, el fastidio crónico hacía todo ser que compartiera los días conmigo y un largo etcétera de comportamientos nerviosos y compulsivos en cadena que se potenciaron a lo largo de los años. Pero no sólo desgracias guardo en el cajón de mis recuerdos; de haber sucedido así, hoy sería una persona tan amargada y llena de rencores que ni siquiera podría escribir esta vida que me tocó con la cuota de ironía que le aplico.
Sin embargo, no dejo de mirar las situaciones con el ojo cínico. Esa posibilidad de recordar la bastarda vida que el azar cósmico me regaló con humor no es logrado gracias a mi capacidad de superar traumas, ni a una madurez conseguida con el crecimiento. Es gracias al cine, nada más obvio que ello. La etapa de acné y suciedad con gusto, la recuerdo adorable justamente por ello, por el recuerdo de la felicidad al apagarse las luces de la sala.
Siendo fiel a mi personalidad, al cine iba solo. Salvo raras excepciones en que veía una película junto al grupo de amigos de turno, siempre consideraba que ese momento era mío, mi espacio de libertad absoluta lejos de la estúpida vida común y corriente que sucedía puertas afuera. Cuando se organizaban esas salidas grupales, obviamente me avisaban, y yo no podía negarme a una invitación al cine, pero lo hacía con el mayor desgano posible. Las manadas de pendejos en los cines deben ser prohibidas, en un utópico estado de maxicracia no dejarían entrar a mocosos gritones que aparecen en grupos de veinte a ver una película sin importarles realmente, podrían estar visitando el zoológico y sería lo mismo para ellos. Gritan, hablan, se mueven, comen como si nunca hubiesen visto una bolsa de pochoclos en su puta vida. Los odiaba con todo mi ser, al igual que ahora, pero ya aprendí a no ir a ciertos horarios si corro el riesgo de toparme con ellos.
Los cinco años transcurridos durante la escuela secundaria (1997-2001) fueron los más prolíficos con respecto al cine. Hasta donde las faltas me permitiesen (veinticuatro nada más, hijos de puta abusadores) faltaba al colegio sólo para ir a ver una película. Me rateaba sin compañía, sin decirle a nadie, directamente no aparecía y me dirigía al centro, a los cines de Lavalle como el Atlas o el Monumental. Prefería ir a la escuela con 40 grados de fiebre, pero guardar esa falta para el próximo estreno que me llamase la atención. Así es como las tardes de semana me fueron regalando estados inolvidables y hermosos.
Estuve en uno de los mejores momentos de Tim Burton, con Marcianos al ataque (Mars Attack!, 1997) y La leyenda del jinete sin cabeza (Sleepy Hollow, 1999), dos películas burtonianas al palo, una por los colores y el humor delirante y otra por su arte oscuro y Juancito Profundo haciendo de las suyas como sólo él sabe. Presencié el efímero gusto por los volcanes en erupción con Volcano (1997), una bosta simpática con el capo Tommy Lee Jones y la torta arrepentida Ane Heche escapando de la lava en las calles de California y Dante’s Peak (1997), una bosta no tan simpática con Pierce Brosnam y Linda Hamilton con cara de arrepentida por haberse divorciado de James Cameron y tener que salir a trabajar de lo que venga. Hablando de Cameron, vi uno de los hits de la década, Titanic (1997) y no sufrí decepción porque todo estaba cantado antes de empezar la película, tengo que admitir que más allá de la pedorrisima y poco inspirada historia de amor entre la Winslet y el DiCaprio, cuando el barco la caga, lo hace con toda la onda. Lástima la duración, las actuaciones (Kate no, ella es grosa todo el tiempo), lástima los diálogos, la historia… lástima toda esa película, salvo cuando el barco la caga, porque lo hace con toda la onda. Ya que sigo con las relaciones, recuerdo grandes mierdas como La Momia (The Mummy, 1999) con Brendan Fraser, la sorpresa que me llevé al enterarme que no estaba viendo una película de terror sino una de aventuras familiar me hizo enojar mucho, realmente no sabía nada de la película antes de entrar al cine. Comodines (1997) una de acción nacional con Adrian Suar y Carlos Calvo (¿?) fue todo lo que ya sabemos, de tan idiota, fea y sencillamente mala, la hace pasable. En ese año también vi la que hoy considero la peor película de mi vida, Batman y Robin (1997) y no voy a decir nada de ella porque dije que mis recuerdos eran felices, si me pongo a detallar lo que pienso sobre éste film voy a terminar cambiando mi perspectiva.
Estuve en el nacimiento artístico del indio M. Night Shyamalan dirigiendo Sexto Sentido (The Sixth Sense, 1999) y conocí a Spike Lee cuando descubrió que existían actores blancos con S.O.S. Verano infernal (Summer of Sam, 1999), ambas buenas películas, aunque la de Lee me gustó bastante más. Leguizamo es groso. Me colé a ver esas películas prohibidas para menores de 16 con la emoción del niño rebelde, Criaturas Salvajes (Wild Things, 1998) la rompió, una maravilla al borde del ridículo y la estupidez que no paraba de funcionar y sorprender. Matt Dillon, Kevin Bacon y Bill Murray es todo lo que se necesita, también había escenas de amor lésbico e indicios de masoquismo, un combo espectacular para el deleite del joven curioso. Invasión (Starship Troopers, 1997) de Paul Verhoeven estallaba, una montaña rusa drogadicta entre los insectos del espacio exterior, el héroe porteño y sangre, tripas y cosas asquerosas por doquier. Maravillosa, tanto como el renacimiento del muñeco diabólico. La novia de Chuky (Bride of Chuky, 1998) trajo de nuevo al mundo a una franquicia muerta varios años atrás, y lo hizo de la mejor manera, llena de humor absurdo y con Jennifer Tilly a punto de reventar el corpiño.
En este tiempo, se consolidó mi amor por ciertos directores. La primera película que veo en cine de Woody Allen es Los Secretos de Harry (Desconstructing Harry, 1998), hoy sigue estando en mi top five de Allen sin lugar a duda. Al año siguiente vi Celebrity (1999), una no tan espectacular película pero si con todo la mezcla y acidez que el judío de New York sabe manejar de manera única. Se estrena El gran Lebowski (The Big Lebowski, 1999) de los hermanos Coen y mi cabeza hace ¡Pum! Jeff Bridges se compró un lugar en mi corazón para la eternidad haciendo del “Dude” y todo en ese film, todo, es de lo mejor que parió el celuloide en sus poco más de cien años de vida. Luego vería ¿Dónde estás hermano? (Oh Brother, where are thou? 2000) y los Coen se aseguraron un fanático más en su larga lista de fanáticos. Alcanzo la gloria con Terry Gilliam y su Pánico y locura en Las Vegas (Fear and loathing in Las Vegas, 1999) así como con David Lynch y su Carretera Perdida (Lost Highway, 1998). Ambas películas me dejaron el culo en la nuca (por decirle de algún modo), cada una por sus diferentes razones. Gilliam me hizo viajar y delirar, en cambio Lynch me dejó mudo, sin saber que había pasado, desconcertado y nervioso. Gracias a ellos, el cine no dejó de hacerme creer que la vida gris e insípida jamás lograría acercarse a tal nivel de maravilla.
Todas esas y unas cuantas más que no nombro hicieron mi felicidad juvenil. Pero hubo cuatro momentos que significaron el todo, cuatro películas que justificaron mi ser. Dos de ellas fueron estrenos, las otras dos, reestrenos de viejos clásicos. Y lo dejo para la próxima, porque el exceso de palabras puede ser perjudicial para su salud.
Una realidad que no existe no es de verdad. Una verdad que no es real es una mentira. Un conjunto de mentiras forman una realidad. Una realidad formada por mentiras es un fraude. Un fraude basado en verdades se transforma en realidad. Una realidad basada en mentiras es un fraudismo.